Pido licencia al lector para tocar un tema que no suele corresponder a esta página de opinión pero que me apasiona, aunque ya no tanto como en mis juventudes cuando me dediqué por varios años a la crónica deportiva. Me tocó narrar desde el estadio Azteca una de las primeras épicas finales entre Cruz Azul y América, allá por 1974. El domingo por la noche me dispuse a ver por TV esta nueva disputa por el campeonato entre ellos, aunque confieso que he perdido un tanto el interés por el balompié a golpe de desilusiones que reiteradamente nos inflige la Selección Nacional y por la ínfima calidad de los juegos de las minitemporadas que concluyen produciendo campeones y dinero al por mayor, pero ofreciendo cada vez un peor espectáculo. Cuando comparo la velocidad a la que se juegan los partidos de la Champions, con la de los encuentros de la liga local, estoy tentado a coincidir con Xóchitl Gálvez en aquello de que nos conformamos con poco. De otra forma, no me explico cómo decenas de miles de aficionados desafían el mal tiempo y los exorbitantes precios de las entradas para ir a ver una exhibición tan rupestre de un deporte que parece ser otro al que con igual nombre se practica en Europa. Aquí, la velocidad de palabra con la que nos torturan los cronistas, supera con creces a la de los jugadores en el terreno. Por cierto, ahora los narradores de la televisión nos describen innecesariamente lo que estamos viendo y los de radio no nos dejan saber con exactitud lo que pasa en la cancha. Durante un fragmento de la transmisión radiofónica, que como experimento puse mientras veía la tele, pasó más de un minuto de actividad en el campo a la que nunca se refirieron los narradores.

En la televisión nos ofenden los constantes anuncios mientras intentamos ver el juego, en promedio cada 30 segundos de transmisión cubrían buena parte de la pantalla. Lo medí con cronómetro en mano, y a falta de una diversión real me dediqué a contar los pases laterales y retrasados que en sucesión hacían los equipos. Registré series de hasta diez pases de este tipo, síntoma de un futbol carente de ideas, con predominio de balonazos sin sentido y marcado por la imprecisión en las entregas; incapaz de filtrar balones, de tirar de media distancia o de burlar al contrario con habilidad personal. El mejor manejo de balón que vi fue el del Osito Bimbo que apareció en uno de los tantos anuncios que nos sorrajaron. Hay que decir que una de las ventajas de pasear el balón entre compañeros, es que disminuyen las faltas; se vería muy feo que se faulearan entre ellos.

Hubo, no obstante, algunos momentos de emoción, como la de pensar que podría ganar dinero apostando ¡pero no caí en la trampa!; o la de saber los precios a los que se venden los coches y que un banco ofrece cajeros en cada esquina; o enterarme que puedo cambiar mi aplicación bancaria. Hubiera preferido que me dijeran cómo cambiar a un canal que no fuera tan molesto, porque los dos eran igualmente insoportables. Me pregunto dónde queda el derecho humano de las audiencias que como letra muerta aparece en el artículo sexto constitucional. ¡Como estaría la cosa que me entretuvo más el debate del domingo antepasado!

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