Ordenar que se detenga la impresión y distribución de un libro es un acto de censura prohibido por la Constitución. Esta dispone: “Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura”, es decir, arrogarse el poder de aprobar o no la publicación de una obra. No es válido argüir que al no ser el Estado un titular de derechos humanos, sus publicaciones sí pueden ser censuradas, porque la prohibición de censurar es absoluta; se impone a toda autoridad para que no impida la difusión de ideas, vengan estas de donde vengan. Proscribir la censura no solo protege el derecho humano del autor de una idea, sino el de todos los demás a conocerla. Se trata de la otra cara de la libre expresión, que es el libre acceso a la información.

El Poder Judicial, como toda autoridad, está impedido constitucionalmente para establecer la censura previa. No puede erigirse en revisor y censor de libros al estilo de la Santa Inquisición. Requerir la autorización de los jueces para imprimir libros nos devuelve al Estado preconstitucional.

La suspensión de la impresión y distribución de los libros de texto ordenada por una autoridad judicial, viola asimismo la Ley de Amparo, la cual prevé que no se conceda la suspensión de un acto si con ello se perjudica el interés social o se afecta el interés de los menores. Un juez respetuoso de esas disposiciones y sin sesgo ideológico, se daría cuenta de que impedir la distribución de los libros de texto atenta contra el interés social, pues deja sin un instrumento educativo a millones de niños. La suspensión causa un daño irreparable al proceso educativo al decretarse sin que se haya determinado si procede conceder el amparo. Si al resolver el fondo este no se otorgara, ¿quién repondría a los niños el tiempo en que no dispusieron de los textos?

El amparo está concebido para proteger intereses concretos lesionados por la autoridad, no para impulsar causas políticas, ni juzgar aspectos que corresponden a la competencia de otros poderes. Al Ejecutivo compete formular los planes de estudio; para ello la Constitución dispone que “considere” las opiniones de diversos actores, pero ni la Constitución, ni la ley lo obligan a realizar consultas formales. El grado de apego de los libros a los planes y el método para considerar las opiniones que se le hagan llegar, son procedimientos administrativos internos cuya verificación no debe ser competencia del Poder Judicial al que no le corresponde juzgar acerca de la calidad o cantidad de los procesos educativos. Esto le toca a la Comisión para la Mejora Continua de la Educación y a la Auditoría Superior de la Federación. Si en los textos hay errores, la vía para enmendarlos es una Fe de Erratas, no el amparo, y las discrepancias válidas sobre cuestiones políticas o morales deben resolverse en el campo político.

Los juristas formados con verdadero sentido de Estado en la tradición de los valores básicos del Derecho como la seguridad jurídica y el apego estricto a los términos de la Constitución, debemos pugnar porque cese el uso político e ideológico del amparo y el activismo judicial, que en lugar de contribuir a fortalecer la independencia de los juzgadores, la daña en la medida en que los convierte en instrumentos de la lucha política.