La doctrina jurídica latinoamericana ha desarrollado una especie de adicción a los tratados internacionales al extremo de pretender inmolar el derecho de fuentes internas en el altar de una convencionalidad cuasi religiosa. Los oficiantes de este culto impulsan la disruptiva idea de que los tratados pueden equipararse y hasta superar en rango a las normas constitucionales a partir de la referencia a esos instrumentos introducida en el artículo 1º y en otros, como la mención agregada al Art. 105 relativo a la controversia constitucional, para vincularla con los derechos humanos contenidos en tratados internacionales. Ello carece de sentido pues la controversia es una disputa entre órganos públicos respecto de sus facultades constitucionales, cuya solución no puede depender de convenciones internacionales. Estas se redactan, atendiendo a distintos intereses, en términos ambiguos que minan la certeza de su aplicación. Es frecuente que de una convención sobre un tema, surja una versión contradictoria a la adoptada por otra que reguló un asunto de diversa naturaleza.
El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales establece el derecho de los padres a decidir la educación religiosa y moral de sus hijos, y al mismo tiempo obliga al Estado a impartir educación obligatoria y gratuita. La interpretación favorable a esta obligación social, no puede avalar la injerencia de los padres en los contenidos educativos para imponer una posición religiosa o moral que se entiende reservada al ámbito privado; pero según la Convención Sobre los Derechos del Niño, el Estado debe respetarle su derecho a la libertad de religión y al mismo tiempo, respetar el de los padres a “guiar” al niño en esa materia. Por fin ¿“guiarlo” o “educarlo”? Así, cualquier argumento en favor del Estado, los padres o los niños, puede justificarse con un texto de la convención de su elección.
Estas referencias a los tratados se han extendido como un cáncer cuyas metástasis aparecen por todas partes. Una de ellas se percibe en la controversia interpuesta por el gobierno de Chihuahua contra los libros de texto gratuitos, pues alude al derecho de los padres de familia a rechazar la ideología de dichos libros. Tal controversia carece de fundamento pues esta figura jurídica tiene por objeto evitar la invasión de funciones entre ámbitos gubernativos. En cuanto a esos libros es nítida la atribución constitucional exclusiva del gobierno federal. La controversia debió considerarse improcedente e igualmente la suspensión de la distribución de los libros dictada por el ministro Aguilar, puesto que atenta contra la regla legal aplicable la cual indica que no podrá concederse cuando “pueda afectarse gravemente a la sociedad en una proporción mayor a los beneficios que con ella pudiera obtener el solicitante”. La solicitud proviene del gobierno del estado y el supuesto beneficio que pueda obtener no tiene comparación con la grave afectación social que implica privar de su instrumento esencial de enseñanza a los niños de esa entidad.