Agradezco las manifestaciones de concordancia recibidas a través de “X” en relación con mi artículo contra los intentos de otorgar derechos a los animales. Animado por esa coincidencia y por ideas de algunos generosos seguidores, expongo estas consideraciones adicionales al respecto con la esperanza de que los señores ministros mantengan la ortodoxia jurídica frente al activismo de los animalistas cuyas piadosas intenciones no deben conducir al atropellamiento de la lógica elemental que anida en el núcleo del Derecho. Ojalá no aprueben otorgar un amparo por violación de sus “derechos humanos” —condición para conceder esa protección constitucional— a la elefanta Ely, que se encuentra en el zoológico de San Juan de Aragón.
Darle a una mascota un tratamiento médico equivalente al que se otorga a una persona es muestra de una actitud afectuosa y compasiva digna de la mayor admiración; quererla incorporar a la familia con derechos civiles es un despropósito jurídico. En caso de fallecimiento intestado del “dueño”, “padre” o cualquier denominación que quisiera darse a esa bizarra relación de parentesco ¿cómo concurriría la mascota con otros legítimos herederos legales?
Ese es uno de los principales problemas que afectan al posicionamiento de los defensores de los pretendidos “derechos de los animales”. Habría que construir un concepto paralelo al de la “personalidad jurídica” para atribuirlo a los animales no humanos; llamándole quizás “animalidad jurídica”. Determinar el contenido de un concepto de tal naturaleza implica grandes dificultades puesto que debería definir las características del sujeto y la titularidad de los derechos a ejercer, así como la representación de tal sujeto e igualmente definir las facultades de quien tuviera la posibilidad de ejercer algún tipo de autoridad sobre el animal que, supuestamente, excluiría la idea de propiedad, aunque no queda claro cuál noción podría sustituir esa relación existente entre el amo y la mascota. Ciertamente, el Derecho está lleno de conceptos construidos intelectualmente para atender a determinadas necesidades. La misma idea de personalidad jurídica tiene esa característica, pero es la que sirve de base para poder definir el conjunto de relaciones en materia de derechos y obligaciones entre los seres humanos. La “animalidad jurídica” destruiría totalmente esa lógica fundamental.
Si se suprime la idea de propiedad, tiene que inventarse un nuevo término jurídico, a la manera de la tutela que existe entre los seres humanos. De hacerlo, habría que determinar quién la concedería y con qué justificación. Adicionalmente debería preverse cómo se defenderían los “derechos” del animal frente a violaciones cometidas por su “tutor”. ¿Podría mi vecino demandarme a nombre de mi perrita o mi gatito por haberlos esterilizado? y esa forma de atentar contra el “derecho” del animal a la reproducción —cuyo reconocimiento tendría que ser parte del catálogo de “derechos animales fundamentales”— ¿sería digna de autorización? Tras el problema de la representación de los animales se oculta el peligro del oportunismo de parte de organizaciones que dan la impresión de no estar tan preocupadas por la vida del animal, sino por obtener un modus vivendi representando animales que nunca les han dado su consentimiento.