No cabe duda de la importancia política de la Cumbre de Las Américas, próxima a realizarse en Los Ángeles, California, a partir del 6 de junio. Su trascendencia radica en que se convoca a todo el continente y acuden los mandatarios de la mayor parte de las naciones, aunque en esta ocasión subyace la polémica por la segregación de países con gobiernos considerados autoritarios.

Y aun ya antes de la realización de la próxima Cumbre, actuando ya no como eje sino como bisagra, se encuentra México, articulando por un lado la relación entre las naciones alineadas con la política norteamericana y, por otro, con los países con gobiernos discordantes hacia los dictados emitidos desde Washington.

Y aunque México y Estados Unidos habían caminado de la mano un buen trecho de su relación y aún con sus altas y sus bajas, el gobierno de López Obrador, tan extrañamente cooperativo con el régimen de Donald Trump, ahora muestra los dientes con la presidencia del demócrata Joe Biden, tratando de imponer sus condiciones bajo un discurso de supuesta dignidad continental y amenazando con boicotear, a su modo, el evento, con su inasistencia en caso de no integrarse en la reunión a todos los países del continente.

Es así como nuestro país, de un modo que aún no convence sea el más idóneo, busca recobrar el liderazgo que hace algunas décadas tuvo en el concierto internacional y en específico en el escenario latinoamericano.

Si bien es cierto que todos deben estar presentes para analizar la situación en las naciones en las que no se respetan los derechos humanos, para desde esa plataforma abrir un diálogo con los gobiernos de esos países; también es una realidad de que buscar dividir o polarizar posiciones —ahora a nivel continental—, solo ahondará más la brecha que divide a los estados ricos de los estados pobres, contribuirá a la desconfianza e incomprensión mutuas, y terminará por poner a ambos bandos en posturas que podrían adivinarse casi irreconciliables.

Es momento de que ambas posiciones cedan —la segregacionista por motivos de rechazo a las dictaduras y la integracionista que usa el chantaje como método de presión política—, y se busque el consenso que tanta falta hace a la relación continental y para, desde ahí, escuchar todas las voces y articular un auténtico discurso panamericano.