Estrés,
ansiedad, tristeza, coraje, obsesión, culpa, desánimo, insomnio, pesadillas, alucinaciones en las que se cree ver u oír a la o el desaparecido, deshidratación (al pasar tanto tiempo bajo el sol), trastornos estomacales, desnutrición, son todos estados que están pasando una factura adicional a quien ha tenido la desgracia de tener un familiar desaparecido y salir a buscarlo día tras día una vez que su ausencia se hizo manifiesta.
Para algunas de las víctimas, el resultado es un cuadro depresivo que, en el peor de los casos, conduce a caer en adicciones, generar sentimientos de culpa, sostener confrontaciones verbales o físicas con otros miembros de la familia, o en casos extremos comenzar a incubar pensamientos suicidas que en no pocos casos han conducido a desenlaces fatales.
Por si no fuera suficiente el dolor que por sí solo provoca la desaparición de una persona, los buscadores pagan con su salud la pérdida: así son frecuentes los descuidos en la atención de la salud, que aunados al estrés continuo y el maltrato constante que se dan a sí mismos por abocarse a la búsqueda, dan origen a daños más severos, que pronto se reflejan en forma de enfermedades crónicas o agudas de aparición súbita que, consiguientemente van a generar fuertes gastos económicos que, en gran parte de los casos, han dejado a un lado trabajo o estudios para concentrarse en la búsqueda de su ser desaparecido.
Estudios que se han realizado con estos familiares están revelando una cauda de daños colaterales al de la desaparición de una persona del entorno inmediato y que incluyen enfermedades tan graves como diabetes, Alzheimer o cáncer, patologías que aunque no se ha comprobado ser consecuencia directa del estrés, ansiedad y depresión por el que pasan las familias, sí se manifiestan de manera más frecuente y consistente en círculos de personas que pasan por estados prolongados de preocupación y culpa.
Entre los planes de ayuda que los tres niveles de gobierno están dispuestos a ofrecer a los familiares de desaparecidos, sería plausible incluir apoyo médico y psicológico, así como económico para reducir en la medida de lo posible otras fuentes de angustia que pudieran complicar más el estado de salud física y mental de las denominadas “víctimas indirectas”.
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