Organizaciones de derechos humanos han dado la voz de alarma sobre el potencial riesgo de que el coronavirus pueda entrar en alguno de los centros penitenciarios del país, pues una vez ahí sería como una chispa que prendería fuego en hierba seca, ya que se volvería incontrolable y dejaría una grave devastación entre los internos y las personas del exterior.

Una vez contaminados los penales, se convertirían en poderosos focos de contagio por sus propias características de confinamiento, poca higiene y, la señalada como más preocupante, la ingobernabilidad en la que se encuentran muchos de estos centros de reclusión.

A eso cabría agregar que otras naciones están imponiendo penas de reclusión para quienes desobedezcan la orden de restricción por la pandemia, especialmente si se les comprueba que son portadores del virus. Tan solo de imaginar que se siga el mismo método y contagiados de Covid-19 fueran puestos en prisiones mexicanas, en las condiciones de hacinamiento e insalubridad en las que se encuentran, hace temer el peor de los escenarios posibles para la población penitenciaria, así como para el personal que ahí labora y los familiares que visitan a los internos.

Si bien la percepción de la mayor parte de los mexicanos hacia la gente que se encuentra recluida es de que un riesgo de contagio masivo lo consideran como parte del castigo que deben asumir por haber delinquido, hay que entender dos cosas: que en primer lugar los reclusorios están concebidos como centros de readaptación -asunto que tristemente está muy lejos de cumplirse- y no de castigo; y en segundo, es de interés para la ciudadanía que haya protección para los familiares que los visitan y que son el punto de contacto de la sociedad con la población penal.

Elementos tan básicos como disponer de camas individuales, acceso a agua potable y servicio de drenaje en óptimas condiciones, son una rareza. Y si bien algunos centros penales han optado por cancelar las visitas como recurso para evitar que los internos puedan adquirir el coronavirus, es una medida que no todos los reos pudieran aceptar de buena gana, lo que pudiera dar origen a motines y estallidos de violencia o riesgos de fugas masivas, ya que las visitas cumplen una innegable función emocional que sirve como válvula de escape de las tensiones acumuladas por el encierro.

Como centros de readaptación, los reclusorios deben cumplir con condiciones mínimas de respeto a los derechos humanos, uno de los cuales es precisamente el de garantizar la salud óptima de los internos mientras dure su confinamiento. Y es que en las prisiones mexicanas hay de todo, menos una sana distancia.

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