En estos momentos Petróleos Mexicanos está produciendo en las refinerías más basura que gasolinas. Por cada barril del combustible genera poco más de un barril (1.18) de combustóleo, un producto altamente contaminante que pocos desean utilizar por las nuevas restricciones ambientalistas en el mundo y que ocasiona diversas pérdidas para la empresa petrolera.

Además de una sangría de casi 2 mil millones de dólares entre 2017 y 2019, el combustóleo provoca problemas en el funcionamiento de las refinerías, que tienen dificultades para deshacerse de él, pues su capacidad de almacenamiento no es suficiente, por lo que se han visto obligadas a realizar paros no programados por exceso de inventarios.

La solución a ese problema quedó plasmada en las recientes modificaciones a la Ley de la Industria Eléctrica aprobadas por el Congreso. Con las nuevas disposiciones, la Comisión Federal de Electricidad tendrá que adquirir el combustóleo producido por las refinerías de Petróleos Mexicanos.

La CFE utilizará el combustóleo en sus centrales termoeléctricas para generar electricidad que, de acuerdo con especialistas, es un proceso más caro que adoptar energías limpias y renovables.

A finales de febrero, este diario informó que habitantes de Salamanca, que habitan en inmediaciones de la refinería y de la termoeléctrica, perciben “ceniza” y “polvo negro” en el ambiente que han comenzado a producirles malestar en los ojos, en la garganta y dolores de cabeza. La Secretaría de Medio Ambiente de Guanajuato detectó un incremento de dióxido de azufre (SO2) en la atmósfera de Salamanca desde el 17 de febrero, cuando la CFE retomó el uso de combustóleo en la termoeléctrica para la generación de gas natural.

La Comisión Federal de Electricidad reconoce en los hechos la situación, por lo que trabaja en una estrategia para utilizar un Sistema de Control de Emisiones a la Atmósfera (SCEA), que utiliza solo en tres centrales, pero que evalúa replicar en todas las centrales termoeléctricas convencionales.

Con la reforma a la ley eléctrica se apuesta por una estrategia “de competitividad” que prácticamente ignora las nuevas energías y acoge procesos ambientalmente sucios que están de salida en el mundo, en lugar de impulsar administraciones más eficaces en las empresas productivas del Estado.

En esta lógica aparentemente ganan las finanzas públicas, pero a un elevado costo: el daño a la salud individual y al ambiente del planeta.

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