La violencia parece ser un estigma de la niñez mexicana, una marca casi indeleble muy difícil de borrar y que rodea a los menores de edad mientras van creciendo y formando su personalidad y criterio. En muchas zonas, los infantes se están desarrollando en un círculo de violencia que se alimenta a sí mismo y que les es muy difícil romper o salir.

Y aquí entran lo mismo los casos de bullying que las escenas de violencia intrafamiliar que contemplan en casa o los abusos cometidos contra ellos por personas mayores. Hoy se ha perdido mucha de la tranquilidad que antes permitía que los padres mandaran a sus hijos a jugar a la calle con la confianza de que podían regresar sanos y salvos, y tal vez exhaustos pero felices.

Pareciera una obviedad señalar que la escuela debe ser la generadora de un cambio positivo que contrarreste cualquier influencia o entorno negativo para un niño, pero en la actualidad todo parece indicar que no sucede así y en mucho porque los propios padres presionan para que así sea, ya que cada vez más actúan como un factor coercitivo en la labor de educación de sus hijos, exigiendo a los profesores que se restrinjan a impartir las materias que contemplan los planes educativos oficiales y se abstengan de tratar de incidir sobre el comportamiento de los niños.

A lo anterior hay que sumar la falta de vocación de muchos maestros, que prefieren estar en la lucha sindical o gremial que en el aula de clases, o que carecen de las condiciones óptimas para trabajar con los estudiantes.

El alemán Andreas Schleicher, investigador y director de Educación y Competencias en la OCDE, considera que es en las escuelas donde se puede atacar a la violencia antes de que se genere o para que si a los niños les toca atestiguarla o es lo único que ven, no la repliquen. Incluso la escuela, si cumple adecuadamente su función, puede hacer que el alumno lleve ese entorno positivo más allá de las aulas, hacia su casa y su barrio o colonia, por lo que idealmente debe fungir como una vacuna contra la violencia, que es un fenómeno que no prevalecía cuando se formaron la mayor parte de los maestros y para el que no los prepararon.

Entonces, decir que la escuela debe convertirse en el epicentro de la educación antiviolencia, y aunque suene a obviedad o muy sencillo de realizar, no funciona así; por el contrario, es muy difícil de implementar y requiere muchísima planeación y trabajo de campo. En el tema de una educación de los niños libre de violencia, hay que dejar ya la retórica y pasar a las acciones concretas hacia un ambiente educativo más sano.

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