El artero asesinato del juez Uriel Villegas y su esposa en Colima, dedicado a atender casos de delincuencia organizada, es muestra de la vulnerabilidad de quienes están encargados de impartir justicia y de la descomposición social que lleva a los grupos delincuenciales a tratar de imponer lo que consideran su propio orden.
Esta ejecución se viene a sumar a los de jefes policiacos, periodistas, diputados, alcaldes, regidores, custodios, abogados y hasta testigos cuya presencia constituye un obstáculo para el crimen organizado, que ve en todos estos actores enemigos a la consecución de sus intereses.
Es mediante la intimidación (para presionar a una acción o una inacción en el fallo judicial) como de la represalia, cuando la sentencia no es del agrado del acusado, que los criminales pretenden coartar el trabajo del poder judicial, causando desconcierto entre la población general que atestigua cada vez una mayor frecuencia el nivel de descaro e impunidad que alcanzan los actos de la delincuencia, especialmente la ligada al narcotráfico.
Es grave para el país contar con jueces vulnerables, pues se envía a la sociedad el mensaje de no contar con un Estado fuerte capaz de brindarle protección y justicia.
Al problema de impunidad no debe sumarse ahora el fenómeno de grupos criminales que a sangre y fuego buscan impedir la acción de la justicia, pues ya se vio que no son casos aislados los de jueces y magistrados que han sido amenazados o que se encuentran en situación de riesgo por el trabajo que desempeñan.
Por eso la tarea del Estado será la de garantizar la seguridad de los miembros del poder judicial, pues haciéndolo, garantiza también la impartición de una justicia que debe ser ciega para ser equitativa para todos.
Que la intimidación no detenga la actividad que les ha sido conferida a los jueces por la Constitución, pues de su continuidad depende no solo la permanencia del Estado mismo, sino la salud social de toda nuestra nación.