El espectáculo judicial en torno a Emilio Lozoya sin duda hará historia, muy acorde con el lema utilizado en campaña.
Suceda lo que suceda en este caso —y en otros que seguramente se derivarán de la causa— lo que viene quedará inscrito en los anales de nuestra maltrecha república.
No podemos anticipar si se imprimirá en las páginas de la épica nacional, en el capítulo de las tragicomedias bufas o en la sección del terror totalitario; lo visto hasta ahora no permite tener la certeza de un proceso conducido por un auténtico afán de justicia, reparador del decoro nacional y precedente para adecentar a las instituciones públicas. Por el contrario, todo se ha desarrollado en forma opaca, truculenta y excesivamente manoseada por la politiquería desatada desde el más alto nivel. Se alimentan, así, las suspicacias sobre el montaje de una trama concertacesionada para extraer dividendos electorales.
Estamos ya en plena función. El primer acto cuyo título podría ser: “Detención y extradición”, comenzó bien pero concluyó grotescamente con una escena capciosa en la que el detenido, contra todo lo esperado, no ingresó a un reclusorio sino a un hospital de lujo gozando privilegios de pachá. Propio de su rango, claro está, como príncipe que es de la familia revolucionaria, a la que la dinastía morenista —rama ultrapopulista del mismo árbol genealógico— le debe lealtad por razones que no son muy difíciles de colegir.
El telón se abrió para el segundo acto. Podría nominarse “Comienza el juicio.” En la primera escena; “Nitrogenados” se continuó con la urdimbre preparada, el actor principal balbuceó sus dotes de cantante, —promete cantar bien y bonito— y luego, ufanamente, tomó el camino hacia su palacio portando una preciosa pulsera localizadora.
Al momento de escribir estas líneas está por celebrarse la segunda escena: “Odebrecht”. Todo indica que será semejante a la anterior, sin embargo, la partitura y el guion, escritos de antemano, enfilará la representación hacia un momento de máxima emoción, mágico y sorpresivo: el villano se convertirá en el héroe salvador del emperador acosado por grandes problemas.
El príncipe valiente denunciará a los enemigos del reino cuatroteísta para que el pueblo, sin pan pero con buen circo, por decreto real, siga por la senda de la triple felicidad.
Feliz, en medio de la más atroz ola de violencia criminal en toda nuestra existencia nacional, producto de la consolidación de fuerzas armadas delincuenciales, paralelas a los órganos de seguridad y defensa del Estado.
Feliz, ante el desfile de féretros y entre las humaredas de los hornos crematorios de víctimas del Covid-19, que casi suman 50 mil o tal vez más en cifras reales. Multitud de viudas, viudos y huérfanos; muchos de ellos dolientes evitables, si el gobierno no hubiera debilitado irresponsablemente el sistema de salud antes de la aparición del virus o por lo menos gestionar con seriedad científica la pandemia, en lugar de optar por el irracional y politizado manejo de la emergencia.
Feliz, cuando el gobierno federal abandona a su suerte a la economía, precipitándola a una caída sin precedentes, provocando cierres masivos de empresas y la consecuente desesperación de millones de familias y de mexicanos desempleados, sin perspectivas de encontrar trabajo en el corto y mediano plazo.
Se anticipa una prolongada y profunda depresión socioeconómica, mayor a las de gobiernos de sus primos tricolores: Echeverría 1976, López Portillo 1982, Salinas 1994. Pero en Palacio nada preocupa, se predica que el pueblo está contento y le dan el avión.
Todo puede pasar en los siguientes actos. El público sin duda estará entretenido y puntualmente azuzado desde el palco central. Como en la antigua Roma se inclinará el dedito del augusto para impartir esa suerte de justicia.
No está por demás repetir lo señalado ayer en el Editorial de esta casa: “Es vital no perder el foco que la intención es castigar la corrupción y no generar un show mediático y político que puede servir para fines electorales del actual gobierno de la República...”