Un reporte reciente reveló que los fallecimientos en los centros de reclusión han crecido, con causas de muerte que con frecuencia quedan sin aclararse. En la primera mitad de 2020, se registraron 464 decesos en reclusorios, que contrastan significativamente con lo que ocurría en 2019, cuando en el mismo periodo de tiempo se tenía registrada la defunción de 191 presos.
Si bien una buena parte de ellos fallecieron por diversas afecciones de salud, no debe de dejarse de lado que por ser lugares donde se ponen a convivir a personas con conductas agresivas, se generan conflictos, roces y luchas de poder que terminan en riñas o asesinatos, o que orillan a algunos internos al suicidio al no poder soportar la vida en prisión y su duro ambiente interno.
Finalmente, la aparición de brotes de Covid-19 entre la población de reclusos de algunos centros de readaptación social, vino a encender todas las alarmas porque al interior de estos lugares, por sus condiciones de hacinamiento, cualquier contagio prendería como fuego en hierba seca. Incluso se habló en un inicio de liberar a aquellos presos que por sus condiciones particulares de salud fueran propensos a ser población de riesgo en caso de adquirir el Covid-19. Lo cierto es que ya se han reportado brotes de esta enfermedad en las cárceles mexicanas, pero las cifras reales de su propagación están lejos de conocerse por la opacidad con la que se maneja este tipo de información.
Tanto por el riesgo sanitario por sus condiciones de saturación, como por el trato de los custodios y la violencia interna a cargo de los otros presos, o incluso por los daños psicológicos extremos que produce el encierro, la angustia y la desesperanza, hacen considerar que, sin transparencia, los reclusorios se convierten en el peor sitio para morir.