Evadir impuestos es, desafortunadamente, una mala práctica que se efectúa a todos los niveles, desde los pequeños contribuyentes como hasta entre las grandes corporaciones. En ella, se privan de valiosos recursos al Estado, necesarios lo mismo para que éste pueda cumplir sus proyectos como para prestar atención a reclamos legítimos de la población, especialmente en tiempos difíciles como los que enfrenta nuestro país no solo por la crisis sanitaria generada por la pandemia de coronavirus, sino también por una serie de circunstancias preexistentes que ya desde antes auguraban la tan temida recesión.
Estudios comisionados tanto al Instituto de Física de la UNAM como a la Universidad Autónoma de Chapingo revelan que tan solo en 2018, el Estado mexicano dejó de percibir más de 85 mil millones de pesos por evasión fiscal tanto en el ámbito comercial como en el laboral, principalmente por operaciones simuladas por personas físicas y morales que presentaron facturación falsa que les permitiera eludir el pago de impuestos, aduciendo compras o ventas que nunca se realizaron o por montos muy distintos a los declarados.
Los reportes de estas dos universidades fueron fruto no tanto de una revisión de los registros del SAT, sino de la aplicación de modelos matemáticos, algoritmos y análisis estadístico que permiten deducir que en México y en tan solo tres años, la acción de los denominados “factureros” (o simuladores de operaciones mercantiles) casi duplicó la evasión al pasar de un rango de 40 mil millones de pesos en 2015 hasta superar los 77 mil millones en 2018.
Y si bien cuando se trata de las contribuciones al IMSS se percibe un monto marcadamente menor en la evasión, al parecer porque el instituto mantiene un más estricto programa de auditorías, no por ello deja de ser una práctica frecuente la subdeclaración de sueldos, que tan solo por concepto de Impuesto sobre la Renta (ISR), privó al fisco de un monto superior a los 36 mil millones de pesos durante 2017.
Esto último lacera la calidad del empleo en México ya que para muchos trabajadores supone tolerar ser contratados como prestadores externos de servicios profesionales en lugar de verse protegidos con contratos individuales o colectivos de trabajo. En menor proporción, son a veces los propios empleados quienes, para no ver mermado su salario, solicitan o aceptan sueldos sin prestaciones, especialmente cuando la paga es alta.
Tanto en la índole fiscal como en la laboral, se trata de recursos que permitirían solventar con mayor holgura situaciones emergentes como la actual pandemia, evitando, por ejemplo, la precariedad en los servicios de salud que proporciona el Estado o facilitando partidas presupuestales que permitieran proteger la ya de por sí pauperizada infraestructura laboral.