Como hace 16 años, un video deja en evidencia a la voraz clase política mexicana. En las imágenes conocidas ayer no aparecen personajes que ocupen un lugar relevante en los hilos del poder, pero amenazan con ser el preludio de grabaciones que involucrarán a figuras de mayor rango con actos de corrupción en el sexenio pasado.
Al igual que en 2004, cuando el empresario Carlos Ahumada entregó millones de pesos a funcionarios del gobierno de la capital del país, entonces a cargo de Andrés Manuel López Obrador, esta vez dos colaboradores del Senado cuentan grandes fajos de dinero, presumiblemente para entregarlo a legisladores y comprar así el voto en la aprobación de las llamadas reformas estructurales impulsadas por el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Poco o nada ha avanzado el país para contener el mal manejo de recursos públicos o para frenar la corrupción. Prevalecen las mismas prácticas en la política: el cargo público al servicio del mejor postor.
¿Qué cambió en 2004 tras conocerse los sobornos de un particular a funcionarios? ¿Qué cambiará ahora al revelarse la manera fácil en la que el dinero sucio ingresó sin recato a una de las cámaras del Congreso de la Unión? ¿Qué medidas institucionales se pondrán en marcha para evitar ese tipo de casos? ¿O nada ocurrirá y el país esperará a conocer el próximo caso en una o dos décadas?
Cualquier medida de renovación para ser verdadera y creíble ante la sociedad tendría que venir de la mayoría de la clase política, la cual hasta ahora solo ha mostrado resistencia. No se ha logrado consenso, por ejemplo, en la reducción de las millonarias asignaciones presupuestales para los partidos.
Las revelaciones que arroje el caso Lozoya desnudarán las tramas de corrupción que rodean al poder. La sociedad estará expectante a si se tratará de un caso que marque un antes y después en el castigo a malas prácticas en sanear la vida política o si solo será un espectáculo.