El presidente de México ha mostrado gran optimismo las últimas semanas sobre los potenciales impactos de la pandemia en México tanto en la salud pública como en la economía del país. El optimismo es aplaudible y necesario en estos momentos. Nadie quiere un presidente derrotado, a nadie le sirve. Muchos otros mexicanos se han expresado de forma similar. Constantemente estamos bombardeados por mensajes sobre la importancia de pensar en forma positiva y ser optimistas para que las cosas salgan bien. Estas ideas sobre la importancia del optimismo son constantemente repetidas y promovidas en la literatura de autoayuda, incluso citando ideas que parecen científicas como la “ley de atracción”. La importancia del pensamiento positivo incluso tiene fundamentos religiosos, por ejemplo, la idea de que Dios proveerá lo necesario para vivir y no habría que preocuparse de las necesidades de mañana.
Sin embargo, estudios de psicología como los de Gabriela Oettingen sugieren que el pensamiento positivo debería repensarse. Incluso, el optimismo debería evitarse lo más posible si no van acompañados de una buena dosis de pesimismo. Para entender mejor los efectos negativos del optimismo, debemos empezar por diferenciar entre dos tipos de pensamiento optimista: el que se basa en experiencias previas y otro que se basa simplemente en la fantasía y en el deseo. Este último tipo de optimismo es el que hace que las personas esperen resultados positivos sin ningún fundamento en la evidencia empírica. Cuando las personas alimentan ese tipo de fantasías es incluso menos probable que consiga el resultado positivo esperado, debido a que la fantasía por sí mismas pueden satisfacer el deseo de alcanzar un objetivo porque el cerebro distingue poco entre lo que realmente ocurre y la fantasía creada en esa realidad alterna. En ocasiones, con la complacencia que da la misma fantasía, el cerebro satisface en cierta medida el “hambre” de conseguirla. Por esta razón, quienes obtienen satisfacción de vivir en la fantasía prefieren rodearse de personas que la alimenten y se separan de quienes presentan alternativas que no la avivan. Por otra parte, cuando la fantasía no tiene fundamento empírico, no es posible identificar los obstáculos que estarían en el camino para conseguirla y las personas pueden fracasar con mayor facilidad. Por esta razón, un cierto grado de pesimismo es deseable cuando se planea a futuro. En este caso, el pesimismo es un elemento que permite tomar mejores decisiones porque permite prepararse para enfrentar escenarios adversos.
Uno de los principales problemas que enfrenta el gobierno federal hoy es el optimismo del presidente. El idealismo y optimismo del presidente es bien conocido. Desde que ganó la elección ha hablado, por ejemplo, de que la gente en México vive feliz. El 22 de enero hablaba de lo sólido de la economía mexicana, mostrando que el peso era la moneda que más se apreciaba frente al dólar. Todavía en las primeras semanas de marzo daba abrazos en sus giras con la seguridad (alimentada por la esperanza o fantasía) de que no pasaba o pasaría nada. Por eso no extraña que los escenarios que observa el presidente en el corto y mediano plazos parecen extremadamente positivos: un crecimiento de contagios y fallecimientos menor que en países como España o Italia, y una recuperación económica relativamente rápida, con base en el gasto de ahorros y dinero recuperado de la corrupción; sin necesidad de endeudarse y manteniendo proyectos de infraestructura cuestionables. En resumen, no muestra un diagnóstico sobre la gravedad de los efectos que tendrá en el número de empleos perdidos, la recaudación, las exportaciones y la entrada de divisas. La falta de confianza en el uso y análisis de datos ya se veía desde que lanzo aquella frase de “gobernar no tiene mucha ciencia”, en junio del año pasado. Así, no es sorprendente que en su optimismo no considere necesario mostrar algún fundamento para corregir o contradecir los pronósticos de desaceleración económica presentados por su secretario de hacienda. Se limita a decir, como el 2 de abril: “no coincido con ellos”.
Estoy seguro que hay personas que todavía creen que el optimismo presidencial no está basado sólo en la fantasía (el wishful thinking). Pero para enfrentar lo que viene no será suficiente al apoyo de algunos incondicionales en un país dividido. Por eso urge que el presidente muestre un cierto grado de pesimismo, para que su optimismo sea creíble para la mayoría y la sociedad esté dispuesta a contribuir a resolver los retos monumentales que están a la vuelta de le equina. Es necesario que nos diga de qué tamaño son los problemas que tenemos y cómo los vamos a enfrentar. El presidente debe dar datos y hacer públicos los modelos que usa para tomar decisiones de políticas de salud y económica, debe mostrar claramente el impacto que tendrá el país y transparentar las alternativas que se están evaluando para salir de lo que llama “crisis temporal” lo antes posible. Es necesario que el presidente nos diga que tan lenta y larga será la recuperación que se avizora, si quiere unir a una nación quizá irremediablemente dividida. Sin ese grado de pesimismo, el optimismo del presidente es una receta para el desastre.
Profesor y director de la División de Administración Pública del CIDE