Se dice como excusa que 9 de cada 10 víctimas de homicidios son hombres. Sí, es verdad, este es un hecho que no puede negarse, sin embargo, esto se relativiza cuando vemos que la mayoría de los asesinatos a mujeres ocurren dentro de sus casas, sus vecindarios y lugares de trabajo. Y se relativiza aún más cuando sabemos que 1 de cada 3 mujeres, que son asesinadas dentro de sus espacios, es muy probable que hayan sido privadas de su vida a través de un pariente hombre, que en general es el esposo, el tío, el primo, el sobrino, el hermano, el padre, el compañero de trabajo o el vecino.

¿Cómo podemos seguir negando que el problema de la violencia de género no es un problema de números? No es un tema en el que quepa la comparación entre cifras de hombres versus mujeres muertas. El tema central son las causas por las que se cometen estos actos atroces y las razones por las que asesinan a las mujeres y no la cantidad de asesinatos cometidos.

Enfrascar esta discusión en los números, por si fuera poco, es tanto como decir que las vidas tienen un precio, que unas valen más que otras. Es decir, cuando hablamos de vidas humanas, ¿los números cuentan? Más grave aún, cuando hablamos que a una mujer la matan por el simple hecho de ser mujer, ¿importa que sea una o un millón de ellas?

A las mujeres las matan porque los hombres creen que tienen el derecho de hacerlo, y este no es un problema que atañe al código penal, ni al trabajo de una Fiscalía, sino es un problema de todos; absolutamente de todos: del Estado, de los tutores o padres de familia, de las escuelas, de aquellas mujeres que siguen, por las razones que sean, robusteciendo un sistema patriarcal y machista dentro de los espacios donde pudieran incidir, de un sistema de justicia que no se toma en serio el problema, de una sociedad que promociona que las mujeres son mercancía, que las mujeres son objeto y no sujeto de una sociedad que no considera y no ve que existen otras formas de violencia que no sólo recaen en el asesinato.

Las mujeres son violentadas de muchas y diversas maneras, todas ellas, por pequeñas que sean, son destellos que van construyendo actitudes que culminan en la expresión máxima de violencia que es la muerte. Desde no dejarlas hablar en una mesa, no escucharlas, no mirarlas, no pedirles opinión, decirles cosas hirientes, tratarlas con sospecha por cada paso que dan, pensar que pueden ser hostigadas, que se les puede tocar, besar, acariciar, sin su consentimiento, voltearlas a ver lascivamente, gritarles en la calle y en privado, decirles “palabras bonitas” para “hacerlas sentir bien”, o no tratarlas como iguales y al mismo tiempo usar la condescendencia sólo por ser mujeres y no por sus ideas y sus logros. Todo eso es violencia y es en muchos casos, la antesala de una tragedia.

La violencia no se resume en el asesinato. El asesinato de una mujer es la trágica conclusión de un cúmulo de actos previos; aceptados, asimilados, concedidos y autorizados por la mayoría. Quizás por eso deben marchar y hacerse sentir cada año, cada fecha, un día, unas horas en donde se les toma en cuenta, para poderse hacer ver y explicar en un mundo donde parece que deben pedir permiso para caminar por sus propias calles y alzar las manos en un grito desesperado de auxilio.

Bajo ese prisma, no es que sea deseable que ellas deban llamar la atención con más violencia, pero las comprendo; las entiendo. Entiendo que cuando han tratado, por todos los medios, de hacer que su voz se escuche, de explicarse por diversos mecanismos (jurídicos, políticos, sociales) sin respuesta, y cuando a pesar de todo lo que se ha hecho, te siguen matando, violando, ultrajando, maltratando, la única salida, lo único que queda es alzar las manos pero usando otros medios. Usando acciones desesperadas, que son un grito que responde al odio y al olvido.

Quizás así, de esa forma, con ira, con hartazgo, con rebeldía, la sociedad y todos, entendamos qué es lo que estamos haciendo con ellas. ¿Matarlas?

Magistrado del PJCDMX.
Ex embajador de México en Países Bajos

Google News

TEMAS RELACIONADOS