El pasado 18 de diciembre, una amplia mayoría de 198 votos a favor y 138 en contra, el pleno del congreso de diputados en España, aprobaron La ley de eutanasia y suicidio asistido.
Hubo épocas en las que se pensaba que el Estado tenía la obligación, no sólo jurídica, sino moral, de pensar y decidir por nosotros mismos. Más, cuando se trataba de decisiones que podrían afectar la integridad física o la vida misma. Se pensaba que siempre había una buena razón para contemplar alguna especie de mandato jurídico que prohibiera, incluso en contra de la voluntad de las personas, que se cometiera voluntariamente algún tipo de daño (físico, psíquico o económico) a nuestra persona o nuestro patrimonio. A esto se le denomina, comúnmente, paternalismo jurídico.
El paternalismo jurídico, si bien es aplicable a personas que cuentan con algún tipo de incompetencia (básica o grave, temporal o permanente), no debería de aplicar para todas aquellas personas en pleno uso y ejercicio de su autonomía personal.
Bob Dent, de 66 años, quien padecía un cáncer de próstata que había sido infructuosamente tratado, en 1996 fue el primer australiano en acogerse a las medidas contempladas en la Ley de los derechos de los enfermos terminales del Norte de Australia. El 22 de septiembre de ese año, el médico Philip Nitschke, le recetó la autoadministración de una inyección letal para que pudiera dar fin a su sufrimiento.
Sin embargo, personas como Ramón Sampedro, quien a causa de un accidente quedó tetrapléjico y así permaneció por 30 años, no corrió con la misma suerte. Planteó vía judicial su derecho a morir con dignidad y después de un viacrucis legal, ninguna de las instancias judiciales accedieron a su petición; por ello decidió quitarse la vida sin autorización jurídica bebiendo una solución de cianuro y grabando un video en el que solicitaba no se responsabilizará a nadie por su decisión.
Ejemplos como este, podemos encontrar varios, aunque desafortunadamente, no todos con el mismo ropaje jurídico. La voluntad de Dent, ha sido la misma de muchos, como la del español Ramón Sampedro o la del niño Marcos, testigo de Jehová, que al negarse rotundamente a que le practicarán una transfusión sanguínea perdió la vida o la de Nancy Cruzan; todos ellos, por diversas razones que consideran de mucho peso prefieren no continuar con sus vidas, que continuarlas de la forma que medicamente es posible.
Si yo puedo decidir cómo vivir mi vida, debería también poder decidir cuándo y por qué he de morir. Sobre todo, cuando me acosa una enfermedad mortal, intratable que me ha ido consumiendo poco a poco y que, a costa de mi padecimiento, de mi sufrimiento o de mi dolor y, también, por qué no, de mi patrimonio, me es completamente imposible seguir con vida. Es decir, por humanidad, parecería que ya no hay razones para mantenerme con vida.
Yo decido con quién casarme, cuántos hijos tener, dónde vivir, dónde trabajar, a qué dedicarme, qué clase de persona quiero ser, por qué no he decidir con igual facilidad y apertura jurídica la manera en la que quisiera morir dadas determinadas circunstancias médicas.
El 2020 nos ha dado muchas lecciones en cuanto a la salud. Nos ha mostrado la vulnerabilidad de nuestros cuerpos, pese a cualquier condición en la que se encuentren, edad o capacidad física. Nos ha mostrado que existen formas muy crueles o inhumanas de morir: solos, sufriendo continuamente, sin remedio médico, pero con largas horas y días de agonía. ¿Por qué no tomar como ejemplo España (y otros países del mundo)?, ¿por qué comenzar a debatir y deliberar disposiciones jurídicas similares en nuestro país? ¿Por qué no pedirle al Estado que deje de inmiscuirse jurídicamente en el momento en el que yo decida o porque pienso debo morir?
Magistrado en el PJCDMX. Ex embajador de México en Países Bajos