La peste, de Albert Camus, un libro que hace poco fue injustamente denostado por Vargas Llosa en las páginas de un diario y que hoy, estoy seguro, todos hemos recordado, incluso sin haberlo leído, pues el título es famoso y lo es aún más el autor, me ha visitado en los últimos días por obvias razones.
La literatura en más de una ocasión suele ser pura ficción, no es más que el jugueteo intelectual de un escritor con situaciones más o menos verosímiles que nos hacen divertirnos y distraernos de una realidad, que de por sí es dura, pero que sin literatura sería dura y aburrida. En este caso, también cuando leí a Camus, lo disfruté como una situación imaginada en la que nunca me vería involucrado. Esos pasajes que alguna vez sentía más que lejanos, que eran inverosímiles y divertidos, ahora comienzan a formar parte de una realidad que me rodea.
En Camus, todo iniciaba como inició en la realidad: “la fiebre dio un pequeño salto. Llegó a aparecer en los periódicos, pero bajo una forma benigna, puesto que se contentaron con hacer algunas alusiones.” Nadie se lo tomaba en serio, nadie realmente creía en la ciudad de Camus, que esto podrá secuestrar a una ciudad entera. Blindarla por dentro y hacia afuera.
Lo que alguna vez vi como descripción literaria, hoy se vuelve advertencia. Con espeluznante detalle Camus señala la forma tan laxa en la que se tomaron todos la enfermedad: “Estos casos no eran aún bastante característicos para resultar realmente alarmantes y nadie dudaba que la población sabría conservar su sangre fría. Sin embargo, y con un propósito de prudencia que debía ser comprendido por todos, el prefecto tomaba algunas medidas preventivas.”
El tono puede ser al inicio decepcionante por la prudencia y la lentitud del proceso. Tan aburrido, como el aislamiento en casa; que es de una monotonía incolora, lo suficientemente constante como para causar asfixia. Pero más tarde, la enfermedad comienza a cobrar fuerza: “Sí, tenía miedo. Sabía que en el barrio mismo, una docena de enfermos esperarían al día siguiente retorciéndose con los bubones. Sólo en dos o tres casos había observado alguna mejoría.”
Sin embargo, como ha sucedido en el mundo entero, después de las fiebres, la esperanza, el escepticismo generalizado y la duda, terminan por esparcir la enfermedad con más fuerza. Camus golpea a la población de su libro con toda fuerza de la peste a la mitad del trayecto literario: “En cuanto a las ‘salas especialmente equipadas’, él sabía lo que eran dos pabellones de donde había desalojado apresuradamente a otros enfermos; habían puesto burlete en las ventanas, los habían rodeado con un cordón sanitario. Si la epidemia no se detenía por sí misma, era seguro que no sería vencida por las medidas que la administración había imaginado.”
Niños mueren, ancianas puestas una y otra vez en cuarentena, hay histeria y sospecha de unos frente a otros. Se palpa la desesperación de cada hombre de cada mujer que Camus describe. Después de todo, a veces me parece ver en Rieux a la Ciudad de México. Una ciudad fantasma. Una ciudad guardada por el miedo. Una ciudad expectante ante los embates de un enemigo invisible, intangible y, a veces, mortal.
Pero La Peste no vino a mi mente por esos pasajes, sino por esa parte cuando todo se vuelve esperanzador. Soñando con el día en que podremos ver a los demás, sin temor a nada, tan solo convivir. Vernos con amplitud de brazos y sonoros besos. Sueño, como Camus lo hizo, en el día en que “Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado … todas las campanas …sonaron durante la tarde, …todos los lugares de placer estaban llenos hasta reventar” y “las personas de los más diversos orígenes se codeaban y fraternizaban”. Ojalá que pronto. Ojalá que pronto así sea.
Magistrado del PJCDMX. Ex embajador de México
en los Países Bajos