Un mundo entero observando el mismo episodio. Bajo la misma pena y bajo el mismo régimen. No pienso decir algo nuevo. La mayoría de nosotros hemos tenido suficiente tiempo para pensar y repensar las causas y los efectos de la pandemia causada por el Covid-19.
Hemos sido sorprendidos por la fragilidad de nuestras sociedades y por la precariedad de nuestros sistemas políticos, económicos y financieros. Hemos visto las injusticias sociales. Hay lecciones de todo tipo. Pero una de ellas es la que más llama mi atención: la precariedad moral de los humanos.
Lo han dicho de muy variadas formas, un primer rasgo es que: los virus no distinguen, no discriminan; no reconocen clases sociales, ni colores de piel, ni profesiones. Tampoco reconocen fronteras ni idiomas. Contagian y matan por igual.
Parecería una perspectiva muy igualitaria de la salud anunciarlo así: cuídense todos, curemos a todos. Sin embargo, cuántas cosas a nuestro alrededor lo contradicen y somos testigos de las terribles condiciones en las que los más desprotegidos enfrentan la pandemia. Y también somos testigos de la ausencia casi absoluta de solidaridad.
Efectivamente, quedarnos encerrados en casa no es agradable, pero nos vanagloriamos de nuestra solidaridad con la humanidad; incluso nos reímos de poder salvar al mundo desde el sofá. Es verdad, la mera idea del encierro, por más voluntario que sea, sigue siendo sofocante. A nadie le gusta sentirse encerrado. Empero, muchos lo hacemos con las alacenas llenas, en casas o departamentos con más de una recámara, con la seguridad de su cheque mensual, tenemos agua, gas, luz, internet, telefonía, computadoras, televisores. Y un largo etcétera, del que carecen más de 30 millones de mexicanos y muchos millones más de personas en el mundo. Ellos, por el contrario, se han visto sometidos a una explotación laboral que ha consistido en los despidos voluntarios, han tenido que hacer una elección entre perder el empleo y no contagiar a sus seres queridos, o correr el riesgo de contagiarlos, pero seguir trabajando. También otra elección más trágica, si no trabajo no me contagio, pero mi familia no come. ¿De qué moriremos: de hambre o de la enfermedad?
Eso no es todo, el sentido capitalista no tiene límites y elimina toda nuestra solidaridad social. ¿Es en verdad imposible tener empatía con quiénes la necesitan ahora?, ¿es en verdad necesario ir y comprar todos los suministros sin dejar nada para nadie?, ¿es en verdad necesario seguir pidiendo comida a domicilio poniendo en riesgo a todos esos trabajadores en aras de mi comodidad? ¿No salir de nuestras casas de amplias recámaras y baños es, en realidad, nuestra única muestra de solidaridad?
Mientras nos lavamos las manos cada media hora y compramos muchos suministros de jabón, hay quienes tienen que seguir consiguiendo agua a kilómetros de sus casas. Muchos de nosotros hablamos con nuestros médicos por teléfono, aseguramos nuestra salud y descansamos tranquilos. Otros en cambio, saben que es posible que ni siquiera encuentren lugar para curarse en las instituciones públicas. Con la posible aparición de una vacuna, los países más ricos y aquellos con alto poder adquisitivo son quienes las comprarán. Son los hospitales privados los que primero las ofrecerán.
Al final parece que un simple virus nos hace ver todo lo que se discrimina. Un simple virus que es capaz de poner el énfasis en lo más absurdo, lo más cruel, de nuestras sociedades, la ausencia de solidaridad por razones económicas.
Esta es una lección de la que nos debemos avergonzar.
Magistrado del TDJCDMX. Exembajador de México en los Países Bajos