El pasado lunes 21 de octubre, en el Senado de la República, se presentó una propuesta de reforma para modificar la organización del Poder Judicial Federal. Una reforma, que como dicen quienes la presentan y defienden, promueve la independencia de los jueces y su autonomía, procura sanear a la Judicatura del nepotismo y de otras prácticas, como la corrupción y, pretende abatir la impunidad en el país.

La formula presentada, según he leído en diversos medios y documentos, se recarga en cambios no menores a la estructura del actual Poder Judicial Federal. Cambios que van desde cuestiones formales hasta cuestiones de carácter sustantivo. Estoy convencido de que los ánimos son los mejores y de que las intenciones son genuinas. Sin embargo, pienso que se debe ir con más calma. Por ejemplo, muchas de las propuestas son, en sustancia, muy cercanas o idénticas a aquellas que otrora fuera concebidas por la Constitución de la CDMX con relación al Poder Judicial local, que, en algunas de sus partes, fueron consideradas inconstitucionales por el mismo pleno de la SCJN.

En esta nueva versión, digamos “federalizada”, encontramos cambios que van desde la duración del encargo de los ministros, el cual se reduce a 6 años, con una posibilidad de ser ratificados por el Senado, hasta remover al presidente de la Corte como presidente del Consejo de la Judicatura; ampliar el número de integrantes del consejo de 6 a 11 miembros, de los cuales, únicamente 3 vendrían del Poder Judicial Federal, los restantes serian designados libremente por el Senado; se prevé que tanto la SCJN como el tribunal electoral, se sometan al escrutinio administrativo del Consejo de la Judicatura; se amplían las facultades de investigación del Consejo frente a miembros del Poder Judicial, sin que medie una solicitud previa de la SCJN y, también, se plantea dotar al Consejo con la facultad exclusiva para nombrar y remover funcionarios y empleados de los tribunales y juzgados federales.

Este paquete, como he dicho, se presenta con buenas intenciones, sin embargo, difícilmente, pienso, se podrá fortalecer la independencia del Poder Judicial sometiéndolo en sustancia a otro. Nadie podría imaginar siquiera, en estos tiempos que corren, jueces sometidos al poder político; una grave enfermedad del Estado moderno es lo que varias veces he llamado como la “politización de la jurisdicción”, que no es otra cosa más, que el sometimiento de los juzgadores a una ideología política. La justicia conmutativa, saludable y democrática, se atiene a la ley y con ella trabaja; interpretándola y aplicándola.

Por ello, cualquier intentona por siquiera buscar esa sujeción, sea financiera, en el mantenimiento del encargo o en la autonomía de organización interna, resulta contraproducente no sólo para la actividad jurisdiccional sino para la democracia en su conjunto.

De aceptar esto, provocaríamos una enfermedad con implicaciones graves en las múltiples esferas y manifestaciones de nuestra vida pública cotidiana. Una cosa es que las cuestionadas decisiones de diversos órganos de gobierno, sean del Ejecutivo o del Legislativo, sean resueltas por el Poder Judicial, lo que implica ejercer una saludable y democrática “jurisdiccionalización de la política” y, otra, es la insana “politización de la jurisdicción”, que no es otra cosa que el sometimiento de los jueces a la ideología política en turno. No es algo trivial, ni algo que podamos pasar por alto, pues atentaría irremediablemente contra la autonomía judicial. Que eso quede claro.



Magistrado del PJCDMX. Exembajador de México en los Países Bajos

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