Winston Churchill decía que la democracia era el menos malo de todos los sistemas políticos. De igual manera, Mencken sostuvo que la democracia era la patética creencia en la sabiduría colectiva desde donde se alimentaba la ignorancia individual. Platón, quien fue el primero en criticarla, decía que todas las democracias corren el fatal riesgo de degenerarse y ser guiadas por las emociones mezquinas, el odio, la ignorancia y la manipulación de aquellos que supuestamente representan al pueblo.

Efectivamente, la democracia adolece de muchas cosas. Es un sistema político brutalmente imperfecto, lleno de contradicciones y paradojas. Todos somos conscientes de ello. Sin embargo, Churchill tenía razón. Hasta que no seamos capaces de encontrar un sistema político bajo el cual todos, estemos satisfechos, no sólo la democracia será el único sistema político que debamos proteger, sino que debería ser el único sistema político por el que debamos pelear.

¿Por qué nos sorprendió tanto lo que sucedió la semana pasada en EU? Por una sencilla razón. En el ideario político del mundo occidental, las dos democracias que concebimos como más acabadas y funcionales, sin duda, eran la americana y la inglesa, cuyos sistemas reflejaban una robusta estabilidad, legitimidad, diálogo y un sano sistema de contrapesos.

Por desgracia, para aquellos que vivimos en países latinoamericanos, esos sucesos son cosas que no sorprenden, o no sorprenderían (aunque sí indignarían), porque sabemos, en el fondo de nuestros corazones, que nuestros sistemas aún son precarios; que están en proceso de ser como aquellos modelos democráticos que pensamos funcionales.

Los sucesos no sólo nos sorprendieron, sino que nos desilusionaron. Pues teníamos puestas nuestras esperanzas en que la democracia realmente era posible sin contratiempos y sin perversiones de algún tipo. Soñábamos en que la demagogia, la mezquindad, el autointerés, no eran ingredientes suficientes para socavar al sistema político de occidente por excelencia. Sabíamos que había muchos y grandes pasos que dar. Pero muchos los atribuíamos a nuestro desarrollo económico y a nuestras condiciones sociales, rubros que hemos visto como reparables con el tiempo, la paciencia y la inteligencia. Nunca pensamos que estos dos problemas fueran eternos; nuestro optimismo por arribar a la estabilidad democrática nos indicaba que ese era el camino a seguir para robustecer nuestra democracia.

Sin embargo, cuando vemos, de pronto, que la democracia no sólo se tambalea por cuestiones económicas y diferencias sociales, sino a través de amenazas directas a su legitimidad en cuanto al sistema, la desilusión es obvia y peligrosa. Pues parecería que nos abre los ojos ante una perspectiva que nunca pensamos pudiera ser posible en aquellos lugares donde sí funcionaba.

El desencanto democrático lleva gestándose ya desde hace algunas décadas. Efectivamente, la primera ocasión en que nos dimos cuenta de que la democracia no cumpliría con las promesas que nos hizo a mediados del siglo XX (hablando de nuestra época inmediata), fue cuando países como China o Rusia mostraron al mundo que no se necesitaba ser democrático para ser rico. Es decir, que aquella premisa tan vendida en el mundo occidental, que afirmaba que para tener estabilidad económica había que ser democrático, se derrumbaba. Ahora, la situación empeora, pues la lección es, que, incluso, teniendo estabilidad económica, riqueza y un sentido democrático predominante, ésta se puede tambalear por cuestiones ideológicas y de legitimidad.

Lo que los defensores de la democracia nos debemos comenzar a cuestionar ahora es, ¿qué es lo que se requiere para brindar solidez a este sistema político tan socialmente generoso, pero tan frágil?

Ernesto Garzón Valdés calificó en alguna ocasión a la democracia como una “institución suicida”. En efecto, dentro del universo de sistemas políticos, la democracia es el único que puede terminar consigo mismo bajo sus mismas reglas (el ejemplo más paradigmático es el de la Alemania Nacional-socialista).

Hace algunas décadas el famoso politólogo Fukuyama declaraba “el fin de la historia” argumentando que, con la caída del muro y el fin de la guerra fría, finalmente, ganaba la batalla el liberalismo y la democracia en el mundo, dando así por terminada la existencia de las ideologías. El anuncio de Fukuyama era como un puño alzado, lleno de optimismo y de salvación. Dábamos carpetazo al comunismo, al fascismo y a las dictaduras: ¡bienvenida la democracia y el liberalismo al mundo! Décadas después nos hemos dando cuenta, por desgracia, que la victoria se declaró con mucha anticipación. Ni el fascismo, ni los populismos, ni la demagogia han sido erradicados. Los enemigos de la democracia siguen sueltos y se han vuelto más peligrosos que antes, pues nos agarran desprevenidos.

Si la historia nos ha enseñado algo es que no debemos temer a las fragilidades de las democracias, sino a sus remplazos.
  

Magistrado del PJCDMX, ex Embajador de México en los Países Bajos.

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