En tiempos de Covid se vuelve significativa la decisión del parlamento español en aprobar una ley que regule la eutanasia. Es el quinto país en el mundo en regular la eutanasia activa, junto con los vanguardistas del liberalismo como Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Canadá. Vaya lección al liberalismo del mundo, vaya lección para las izquierdas de la modernidad.
El Covid nos ha enseñado muchas cosas y nos ha hecho valorar muchas otras: la amistad, la familia, los amigos, los encuentros, los abrazos, la compañía. La muerte nos rodea. Siempre lo ha hecho, pero ahora se ha hecho más presente, más palpable, más cercana. Miramos a otro lado. Nos arropamos en esa ignorancia querida de quien ve a otro lado esperando que aquello que ya no ve, desaparezca. Como si nuestra mirada destruyera la realidad y ésta se pudiera desvanecer por voluntad propia.
La edad nos da muchos privilegios, sabiduría al andar, y templanza ante la tragedia. Sin embargo, la vejez es un periodo de constante reconocimiento y reconciliación con la muerte. La pensamos aún sin pensarla: ¿cuándo moriré?, ¿cómo moriré?, ¿qué sucederá una vez que muera? La muerte es una verdad inescrutable de la vida. Innegable. La hace valiosa por un lado y la hace finita por el otro. La vida es valiosa porque termina. Pero el gran ejercicio mental está en poder reconciliarse con ella. Dejar de verla con temor y abrazar lo inevitable del corto tiempo que se nos regala sobre la tierra.
Pero hay quienes deciden no esperarla y prefieren anticiparla. Quien toma la decisión de morir, es porque la vida ha dejado de tener algún valor. Porque considera que no tiene ya ningún sentido permanecer en ella. Desde la vejez, se puede decir que esa no debe ser una decisión simple. No se decide a bote pronto, de un día para otro, que uno quiere y desea morir. Seguramente se valoran muchas cosas, nuestro sentido de supervivencia, instintivo en todos nosotros, nos dicta que debemos aferrarnos a la vida. No dejarla ir. Por ello, la decisión no es una decisión que se deba tomar a la ligera.
Dejarnos morir como nosotros deseamos y cuando nosotros deseamos, cuando la vida se vuelve invivible, es la máxima prerrogativa de la libertad. Es la expresión más amplia que puede desarrollar la autonomía personal. Es la última gran decisión que una persona libre y autónoma podría llegar a tomar.
Los argumentos en contra, España no fue la excepción, es que la vida es demasiado valiosa como para permitir que la gente se la quite legalmente. La vida vale para cada quien en distinta medida, en distinto grado y de distintas formas. Decir que nada vale como la vida, implica que no consideramos el valor supremo de otras cosas que también podrían tener valor supremo: el amor por los hijos, los valores que nos rigen, así, como una vida que sea vivible.
Quien sufre de una enfermedad terminal, que le causa constante dolor o impedimentos serios para desarrollarse como persona, como ser humano, tiene toda la libertad de poner en la balanza de su existencia el valor que tiene esa vida que está viviendo. No sólo el hecho de pensarse a sí mismo como un lastre, sino la incapacidad absoluta para desarrollar la vida que uno soñó con vivir. No cumplir deseos, placeres, intereses… no poder desarrollarse libremente, sin lugar a dudas todo ello menoscaba el valor de la vida. No frente a los ojos de quienes no sufrimos esas limitaciones, pero sí, y lo más importante, ante los ojos de quienes sí las sufren.
La eutanasia es una forma, la más pura de ellas, de ponerse en los zapatos del otro. Es el reconocimiento y el ejercicio más cabal del núcleo mismo del pensamiento liberal: la imparcialidad. No pensar las cosas desde nuestra perspectiva, sino desde la perspectiva de la objetividad imparcial. Desde ese peldaño que no nos ciega a nosotros mismos por nosotros mismos, sino de aquel que nos permite ver lo que otros perciben, sienten y piensan.
De qué vale la autonomía personal, de qué vale valorar la vida, si, en todo caso, hay un Estado que me dicta qué debo pensar sobre ella y me dice cuánto debo valorarla. Todos debemos tener el beneficio de la duda de que valoramos la vida como se debe, como el summum bonum que es. Y que, si alguien decide quitársela, es porque ha perdido ese valor para él.
Dejemos que las personas sean libres para decidir sus vidas. Pero, sobre todo, que sean libres para decidir cómo vivirla, aunque eso implique dejar de hacerlo. ¿Y México para cuándo?
Magistrado en el PJCDMX.
Ex Embajador de México ante los Países Bajos