¿Cuántas veces el mundo ha cambiado frente a los ojos de la humanidad? ¿Cuántas veces los individuos hemos dejado de comprender lo que nos rodea y lo que sucede, sin poder aportar respuestas? Muchas veces en la historia. En variadas ocasiones las estructuras de pensamiento, institucionales, sociales, políticas, económicas, cambian de forma tan radical que nuestras viejas formas de entender el mundo dejan de funcionar. Sólo los más jóvenes, aquellos que son dueños de ese nuevo mundo, pueden decirnos qué es lo que está sucediendo. Sólo los que viven en la “modernidad” y vienen de ella. Sólo aquellos que tienen en las manos, en la punta de los dedos, el sentido de lo nuevo. De aquello, que para los que pertenecemos al “pasado”, ya no es asequible, entendible.

Quien no esté dispuesto a entender esto, no está dispuesto a entender nada. Se quedará estancado entre la nostalgia y la ansiedad; entre el recuerdo y el deseo, entre la desesperación y la añoranza.

El mundo de hoy es distinto al de ayer y, sin lugar a dudas, será radicalmente distinto al de mañana. Lo he dicho con insistencia en otras ocasiones, no estamos ante cambios en nuestra era, sino ante un cambio de era. Las formas de comunicación, la educación, las relaciones laborales, las relaciones personales, nuestro trato con la naturaleza, la mezcla entre distintas nacionalidades, el rompimiento de fronteras, todo ello, ha cambiado y, sólo, los gobiernos, esas instituciones ya anquilosadas, viejas y en ruinas que siguen milagrosamente erguidas en nuestras ciudades, son las únicas que se niegan a comprenderlo ganando votos con aquellos que se niegan a entenderlo por igual. Y ese, ese, sí es el problema. Ser guiados por ciegos voluntarios o por mentes anacrónicas que se rehúsan a comprender las necesidades de un presente radicalmente distinto, con requerimientos e intereses que ni siquiera encuentran un empaque conceptual en esas mentes decimonónicas que gobiernan un mundo distinto.

Pienso la forma en la que fue derrocada la Iglesia en las guerras de reforma; pienso en la revolución francesa que terminó con una forma milenaria de gobierno, pienso también en la americana que rompió paradigmas estructurales e institucionales, en tantos episodios de nuestra historia que pudieron haberse resuelto sin armas, sin guerra y sin sangre, si no se hubieran aferrado los hombres de poder a no escuchar nuevas formas de comprender el mundo. Si no se hubieran aferrado a un statu quo, a una idea, a una forma. En fin, si hubieran escuchado que se tiene que cambiar.

Un día, más pronto de lo que pensamos, enfrentaremos ese destino que nos está esperando. Un destino que puede ser tan desolador como encantador, dependiendo de las decisiones que logremos tomar en estos tiempos y saber leer que algunos ya no comprendemos y dejar decidir a quienes forman parte de las nuevas soluciones. Los jóvenes están hablando en todos los frentes, los jóvenes están avanzando como avanza al mundo, mientras otros, tratan de detener una volandera sin freno.

Hay lugares en el mundo que comienzan a comprenderlo, otras latitudes como Finlandia, Ucrania, en algún sentido también Canadá, donde hacen la apuesta sin riesgo, elegir presidentes de 34, 35 y 42 años. Aquella juventud que ahora, más que nunca, es necesaria para regir y cambiar a las naciones del mundo. José Francisco Ruiz Massieu solía decir: “En política, quien apuesta por los jóvenes nunca se equivoca”. Ahora, más que nunca, esa frase se hace válida y cierta. Dejemos de pensar el presente en términos del siglo pasado, comencemos a comprenderlo en términos del siglo que está por venir.

Magistrado del PJCDMX. Exembajador de México en los Países Bajos

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