El conflicto entre los presidentes de México, Andrés Manuel López Obrador, y Estados Unidos, Joe Biden, sobre la Novena Cumbre de las Américas ha revelado, una vez más, el nivel de incomprensión, la falta de consenso y las visiones del mundo totalmente diferentes que actualmente minan la relación bilateral.
AMLO se niega a reconocer que hay factores políticos que hacen imposible que Biden invite a los gobiernos de Cuba, Nicaragua o Venezuela a la cumbre: además de que sus gobiernos son moralmente reprobables, la oposición política de las comunidades de expatriados en distritos electorales clave de EU y dentro de su propio partido significan que Biden sacrificaría un apoyo crucial en las elecciones intermedias de noviembre en el momento en que más lo necesita.
Por otro lado, no se ha entendido la sicología política del gobierno de AMLO, una determinación de seguir siendo “amigos” de un gobierno que ha emprendido muchas acciones que son hostiles a los intereses de EU y a sus objetivos geopolíticos en el hemisferio y más allá.
La administración Biden ha creído erróneamente que hacerse de la vista gorda ante el deterioro del ambiente de negocios con México, la deserción de responsabilidades de este país bajo el TLCAN y el USMCA (T-MEC), y el continuo retroceso democrático, en aras de mantener una relación sana en temas de migración centroamericana, es un juego de resultado positivo. Ahora que vemos la voluntad de uno de los socios más cercanos de EU de socavar los esfuerzos de la diplomacia estadounidense en la región en un momento de importancia estratégica crítica, esa estrategia ha fracasado.
El equipo de Biden cometió un par de errores fundamentales al diseñar su estrategia. En primer lugar, compraron la idea de que, dado que México y EU son vecinos con economías profundamente integradas, los dos países encontrarían de forma natural la forma de hacer compatibles sus políticas. A largo plazo, eso puede ser cierto; a corto plazo, el panorama es mucho más complicado. En segundo lugar, el propio Biden ha mostrado poco interés en México, centrándose en los retos más grandes y urgentes de la política exterior en China, Rusia, Irán, Corea del Norte y ahora Ucrania. Esta distracción estratégica del problema en el vecindario inmediato de EU ha significado que sus asesores de política exterior no han podido elevar el desafío que representa México al nivel superior de los asuntos que merecen atención presidencial inmediata.
Sin embargo, parece que la administración Biden finalmente está aprendiendo la lección que la administración Trump entendió desde el principio. México y EU pueden ser mutuamente dependientes, pero esa dependencia está lejos de ser simétrica. EU necesita a México menos de lo que México necesita a EU, incluso en momentos de elevadas tensiones geopolíticas globales. Lo que estamos observando ahora es un enfoque más asertivo de EU en la relación bilateral, una diplomacia directa más contundente que implica más “hablar claro” y menos sutilezas diplomáticas.
Con el embajador Ken Salazar pasando mucho más tiempo en el Palacio Nacional, con el enviado especial John Kerry insistiendo en un trato más justo para las empresas energéticas estadounidenses, y con la continua presión de la secretaria de energía Jennifer Granholm y la representante comercial Katherine Tai, por fin estamos viendo un mensaje coherente y unificado del Ejecutivo estadounidense a su homólogo mexicano. Puede que la Cumbre haya traído otra fuente de tensión a la relación, pero a final de cuentas puede ser el comienzo del camino hacia un “reencuentro”.