Andrés Manuel López Obrador comenzó su administración con escaso o nulo interés en la política exterior. Sus prioridades para la Cuarta Transformación de México estaban enfocadas casi en su totalidad en los asuntos domésticos (excepto por el T-MEC con Canadá y Estados Unidos, y la atención a las causas de la migración en Centroamérica).
En su toma de posesión, AMLO mantuvo una política de “puerta abierta”, invitando a jefes de gobierno y de Estado de todo el mundo. En su almuerzo inaugural fue fascinante observar a AMLO comer entre el rey de España, Felipe VI, e Iván Duque, el presidente de Colombia, de un lado, y el mandatario cubano Miguel Díaz Canel, del otro. La única declaración política fue que AMLO y el México de la Cuarta Transformación no tomarían posición sobre los asuntos internos de otros países. Las doctrinas Estrada y Carranza de la política exterior mexicana parecieron renacer.
A lo largo de la primera mitad de la administración de AMLO, ha mantenido en gran medida su postura, aunque el presidente ha sido propenso a usar su pretexto de la “no intervención” cuando más le ha convenido, e ignorarlo en otras ocasiones. Más allá de construir relaciones amistosas con Estados Unidos y países latinoamericanos, y de buscar ayuda para asegurar vacunas para México conforme el Covid cobraba su cuota, la política exterior bajo su gobierno permanecía muda.
Sin embargo, en los últimos meses se ha vuelto cada vez más común que el gobierno de México asuma un perfil más alto en asuntos exteriores, particularmente en la región de América. Que sea sede de las negociaciones entre el gobierno venezolano y la oposición, destinadas a poner fin al estancamiento de la crisis y a producir avances en el proceso democrático refleja, en realidad, las aspiraciones de larga data de la Secretaría de Relaciones Exteriores de jugar un papel más activo en el conflicto interno en la nación sudamericana. Oímos este año poderosas declaraciones del canciller Marcelo Ebrard atacando a la Organización de Estados Americanos (OEA) en el periodo previo a las elecciones mexicanas de junio, afirmando que la OEA había sido irrespetuosa con los Estados miembros y que su secretario general, Luis Almagro, era responsable del peor desempeño de la organización en su historia.
Después, AMLO propuso crear una organización alternativa a la OEA para “mantener vivo el sueño de Bolívar”. El discurso del presidente mexicano estuvo lleno de referencias al poder de Estados Unidos en declive, a la necesidad de autodeterminación en Latinoamérica y al hecho de que Estados Unidos dependía de las aportaciones mexicanas en su proceso de producción, incluyendo armamento.
Aquí en Washington DC, estas acciones del gobierno mexicano fueron vistas, en el mejor de los casos, con poco más que escepticismo y moderado interés y, en el peor, con total desdén. Los intentos de México para lograr avances en Venezuela no son mal vistos aquí; por el contrario, a Washington le complacería ver un avance en las negociaciones estancadas entre el presidente Nicolás Maduro y las fuerzas de oposición. Sin embargo, nadie en Washington cree que el hecho de que México sea sede de las pláticas haga diferencia alguna en la realidad en el terreno en Venezuela, ni en las posturas atrincheradas de ambos bandos. Sobre el segundo asunto, se cree tan poco en la OEA como una organización eficaz que pocos se ofendieron con el discurso del presidente o su sueño utópico de crear una organización alternativa sin Estados Unidos.
De hecho, lo que por lo general se dice en los pasillos del poder aquí en Washington es que este es el típico comportamiento de un “pato cojo”. Dado que AMLO está entrando en la segunda mitad de su administración y no ha logrado transformar realmente a México en sus primeros tres años, no es elegible para la reelección y enfrenta una relación difícil con el Legislativo, busca tener logros y éxitos. Esto es típico de los presidentes estadounidenses que están en el segundo y último periodo en el cargo, y que enfrentan un Congreso poco cooperativo. Tal vez haya verdadera pasión de AMLO por dejar su huella en el sistema internacional, pero Washington ve su activismo como reflejo de su frustración con los lentos avances que ha logrado su gobierno. Por estas razones, el gobierno de Estados Unidos, el Congreso y la comunidad encargada de la política exterior en el Río Potomac observan y escuchan las maquinaciones internacionales del gobierno mexicano con una pequeña sonrisa y encogiéndose de hombros. Ellos siguen enfocados en China, Corea del Norte y Medio Oriente.
Vicepresidente de Estrategias y Nuevas Iniciativas en el Instituto México del Woodrow Wilson.