Pocos lo leían, los menos lo comprendían, pero, sin duda, todos lo seguían, lo invocaban y hasta lo veneraban.
Monsiváis dejaba perplejo a cualquiera: era capaz de escribir un relato culterano sobre los temas más disímbolos —desde el liberalismo del siglo XIX hasta el pelo suelto y la abuela consternada de Gloria Trevi—, y, así, publicaba por igual en TeleGuía que en Vuelta. Recitaba, pues, la Biblia, a López Velarde y la última canción de Menudo. Dominaba también la esgrima verbal, y son célebres los toritos de diálogos de películas que se echaba con los “mafiosos” Carlos Fuentes y José Luis Cuevas.
A las siete de la mañana ya había leído todos los periódicos —aunque no existía Internet todavía—, y a esa misma hora a algún amigo le tocaba agachar la cabeza cuando debía reconocer humildemente por teléfono que aún no sabía de la terrible noticia que de seguro cambiaría el rumbo de México. Pero su obsesión con el periodismo no sólo se limitaba a la lectura voraz de cuanto diario o panfleto cayera en sus manos: México cobró un nuevo rostro con la entrada de los irónicos retruécanos de “Por mi Madre, Bohemios”, compendio básico, índice de la sarta de aberraciones, dichos y desdichas de los políticos en turno, mientras México en la Cultura marcaba un hito en la comprensión de la cultura como un hecho central y no periférico del país. Allí se dio a conocer como paladín de todas las causas nobles y justas y de las que parecían serlo.
Engatusado como estaba, no titubeaba al añadir felinos a su ya extensa progenie, porque lo que más disfrutaba, como T.S. Eliot, era nombrarlos. Y no sólo nombraba, sino que rebautizaba al que se dejara: Miguel Aveces Mugía, Cabruno Fecal.
Era amigo de todos tras bambalinas, desde Alberto Aguilera alias Juan Gabriel, hasta de Chavela Vargas, aunque en secreto detestara al mariachi. Podía estar simultáneamente en una cena con algún ministro al que despedazaría luego con las dos patadas de un comentario lapidario; marchando en favor de las siete vidas de los gatos, o en la proyección de una premier tan exclusiva que él era el único invitado. Sin duda, la ubicuidad era su don. Todos aseguraban que lo habían visto en cinco lugares al mismo tiempo, pero seguramente no había llegado a ninguno, porque, por encima de todas las cosas, lo suyo era llegar tarde o, de preferencia, no llegar. Tampoco contestar.
Asediado por las peticiones para obtener a como diera lugar una “declaración”, San Simón, la calle donde vivió en la colonia Portales, se convirtió en un oráculo, en la salvación de todos aquellos que necesitaban una frase visionaria sobre cualquier tema para un encabezado o un “textito” para alguna oscura publicación. Ante la avalancha de llamadas tuvo que perfeccionar la imitación de voces; la más socorrida era la de su tía, quien terminaría por ser la culpable de no pasar recados, rechazar invitaciones y negarlo a toda costa.
Cuando llegaba a alguna cena o comida, acaso probaba bocado y, desde luego, no bebía; uno se preguntaba entonces si ya había comido en las cuatro reuniones anteriores o llegaba a su casa a comer gansitos con coca. Su fisonomía no era espejo de la frugalidad, pero sí del desenfado. Valmont, personaje central de Las relaciones peligrosas, tal vez fue uno de sus modelos a seguir. Disfrutaba decir algo descabellado con el fin de obtener una respuesta aún más descabellada que se saboreaba y propagaba después. Desenvainaba algún dato insólito y dejaba perplejos a todos. Una vez que su interlocutor yacía subyugado por su retórica, podía sentir que pisaba tierra firme.
Entre To have and have not fue un raro ejemplo de lo primero, pero aparentando lo segundo. Acumuló, sin ser advertido, miles de objetos, cuadros, ilustraciones, artesanías, cachivaches, libros, fotos y películas que conformaron un indescifrable tumulto durante años arrumbado en cajas, hasta que varios se dieron a la noble tarea de desenmarañarlo, clasificarlo y hacerle un auténtico Estanquillo, aunque no le gustara estar detrás del mostrador.
Su presencia o ausencia era la medida del éxito o fracaso de presentaciones y reuniones. ¿Estuvo Monsiváis?
Estuvo y está. En su deambular por todos los rincones de la tierra a sus anchas fue el verdadero autor de “Ghost Town”, que Mick Jagger asegura haber escrito para rendirle tributo a la desolación de la pandemia. El 8 de marzo encabezó la marcha de las mujeres y escribió un nuevo capítulo sobre la imposible existencia de espacio en una ciudad a la que definió por su “demasiada gente”. La conciencia de lo perdido, la orfandad, nos permite asegurar que esa voz no ha muerto y que la actualidad forma parte de un capítulo laberíntico, lúcido y cruel que Monsiváis nos dejó escrito.