Hace años, el escritor Hernán Lara Zavala conversaba conmigo y a propósito de algo que dijimos —y que lo metió de lleno en un mundo de evocaciones—, interrumpió el diálogo y miró hacia ninguna parte, mientras decía esto en su buen inglés, perfeccionado en las aulas universitarias de Inglaterra: “Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta…” Siguió así, extático, durante algunos segundos; cuando concluyó, retomó el hilo de la charla. Lo felicité efusivamente; repuso que no era nada, que esas palabras lo acompañaban siempre.

Esas palabras son, claro, el principio de la novela más conocida de Vladímir Vladímirovich Nabókov (1899-1977), un libro que fue piedra de escándalo en su época, a mediados del siglo pasado, y sigue siendo uno de los libros peor leídos en la historia de la literatura. ¿Por qué lo digo? Trataré de explicarme, como dicen los doctos circunspectos, personajes de los que Nabókov se burlaba ferozmente: les había tomado la medida en los campus de Stanford y de Cornell.

La inmensa mayoría de las almas sencillas que se animan a leer esa novela legendaria lo hacen por malas razones: la curiosidad de acercarse a una “obra atrevida”, la tonta cosquilla de conocer un célebre texto pornográfico, el deseo adolescente de tener gratificaciones inconfesables a lo largo de la lectura. Una minoría insignificante lee Lolita porque intuye, o sabe, que va a vérselas con un escritor en la plenitud de sus facultades, con un gran escritor, entendida esta frase descriptiva en estos términos: un escritor que ha sido capaz de modificar la lengua literaria de su tiempo.

Las malas razones para leer a Nabókov, y en especial para leer Lolita, orillan a esos lectores a entrar en el mundo extraño del libro de cualquier modo, y a hacerlo a menudo en traducciones; no tengo nada contra éstas —las traducciones son una parte importante del caudal literario y no hay quien no haya leído libros fundamentales en traducciones. Pero ante Nabókov vale la pena hacer el esfuerzo de acercarse a sus libros escritos en inglés. Yo medio me asomé a algunas traducciones y decidí solemnemente no volver a hacerlo. Se pierde uno más de la mitad de lo que vale la pena; me temo que la porción más importante.

Dije “los libros en inglés” de Nabókov; era ruso y escribió mucho en su lengua materna. Como Joseph Conrad, polaco, aprendió el inglés hasta dominarlo, trastornarlo y fecundarlo con sus brillantísimos libros. Nunca se alejó del ruso, desde luego; su contrariada amistad con Edmund Wilson lo prueba: discutieron enérgicamente sobre sus dos lenguas, con la ventaja para Nabókov de que su inglés era mucho mejor (por supuesto) que el ruso de Wilson.

El autócrata Putin es tocayo de Nabókov en el nombre y en el patronímico, según me informa mi asesora principal en cultura rusa. El escritor genial, el ponzoñoso súper oligarca: no puede haber dos personas más diferentes.

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