Algunos escritores que carecemos de una educación universitaria cabal, completa, solemos decir que las salas de redacción o el trabajo en el periodismo cultural fueron nuestra universidad. De mí puedo decir que la mejor parte de esa educación ocurrió bajo la guía de Vicente Rojo, el extraordinario pintor, diseñador gráfico, escultor y editor con el que trabajé durante cinco años en los años setenta, de 1972 a 1977.
Vicente Rojo diseñaba aquel suplemento en el que lo traté. Cumplía yo diversas tareas, algunas modestas, otras no tanto; había que multiplicarse para sacar adelante la publicación. El equipo era diminuto: Vicente Rojo a la cabeza, Carlos Monsiváis, Pepe Azorín y yo. Cada lunes nos reuníamos para tomar las decisiones finales sobre el número en cuestión y prepararlo bien, para luego enviarlo a la imprenta. Rojo diseñaba cada una de las dieciséis páginas, con especial cuidado en la portada; Azorín calculaba el tamaño de los textos y el espacio disponible para que cupiesen airosamente, sin menoscabo de ilustraciones, caricaturas y demás elementos visuales; Monsiváis y yo revisábamos los textos y poníamos los encabezados (los suyos eran a veces geniales; los míos, apenas cumplidores).
Debo decir que Rojo nos llevaba a remolque. Decir que era “el diseñador del suplemento” es decir muy poco; su crédito era “director artístico”. Los otros tres cumplíamos nuestras respectivas tareas bajo su mando silencioso y suavísimo. No ocurría nada sin que él lo aprobara; era una ley no escrita y la acatábamos sin sobresaltos. Él era el jefe.
Vicente Rojo no fue nada más un maestro de la universidad informal que era ese suplemento cultural; era él mismo mi Universidad. En dos o tres momentos traté de decirle lo importante que había sido para mí; pero me atajaba y, con su modestia luminosa, desviaba la conversación. Tuve que aprovechar algunos actos públicos para declarar mi deuda enorme con él.
Desde luego, mi relación con Rojo no se limitó a esa colaboración en el periodismo literario. Muy pronto aprendí a confiar en él y un buen día le llevé el manuscrito de mi segundo libro de poesía. Lo diseñó soberbiamente para Era; algún despistado le reprochó a esa edición que tenía “una portada muy setentera”, frase misteriosa que se caía de tontita: el libro es de 1976.
Once años después me animé a distraerlo con una tarea más pesada, literalmente: un libro muy gordo. Me dijo en broma: “habría que publicarlo en fascículos, mejor”. Cuando llegó el momento de hacer aquel volumen un poco abusivo, Vicente Rojo se esmeró y el libro ha tenido un destino favorable que en buena medida se debe a él. Pero sin duda lo mejor que hicimos fue un libro de arte: tres poemas míos y doce serigrafías. Se tituló Lluvias de noviembre. Apareció en una edición limitada en 1984.
No he dicho aquí lo más importante: el inmenso cariño que me inspiraba. Su muerte es la de un hermano mayor. Duele hondamente.