Uno suele imaginarse que tiene buenas ideas. Luego se le viene encima la realidad y lo desmiente con violencia, a veces para siempre: tal o cual idea, que en el momento de despuntar parecía genial, no fue más que una ocurrencia sin los menores alcances, sin ninguna consecuencia. Pero algunas de esas ideas persisten y cuando regresan, por vía de la mente hiperactiva, lo hacen con gran energía, como esos individuos que nunca terminan de irse, y cuando lo hacen, vuelven en cuanto uno se distrae, infatigables.
Hace algunos años daba yo una clase en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y se me ocurrió lo siguiente: proponer un curso cuyo tema fuera “la vida literaria en México”. No nada más así, con un vago sesgo entre biográfico y chismográfico; sino como un campo de estudio con su propia personalidad y justificaciones varias de orden intelectual y académico. Lo planteé ante un grupito de amigos y colegas y me gané una que otra mirada indulgente y perdonadora y sonrisas socarronas ante lo que, evidentemente, fue juzgado poco menos que como una tontería.
Pero esa idea vuelve y no se deja derrotar.
Volvió cuando, hace unos días, leí por tercera o cuarta vez las deliciosas noticias que da Antonio Alatorre sobre la revista Pan, en la introducción a la edición facsimilar de esta publicación que José Luis Martínez —jalisciense como Alatorre— incluyó en la extraordinaria colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas, uno de los trabajos más admirables del Fondo de Cultura Económica.
Pan se publicó entre 1945 y 1946, en Guadalajara, y Alatorre fue su editor, al lado de su amigo Juan José Arreola. A esos dos nombres ilustres bien podría sumarse nada menos que el de Juan Rulfo; este fue uno de los colaboradores de la revista y también editor, en las etapas finales de la aventura literaria, editorial, amistosa. La sola mención de esos tres nombres notabilísimos bastaría para tomar en cuenta a la revista Pan como parte de nuestra historia literaria; sí, desde luego, pero sobre todo como una obra que pone de manifiesto la vida literaria en Guadalajara, descrita por Antonio Alatorre con una gracia incomparable y con una extraña sabiduría.
Gracias a un estilo de exposición conversado y profundo, Alatorre le da significaciones sorprendentes a lo que, en otra pluma, no pasaría de ser un anecdotario provinciano. En lugar de la mera anécdota, calando en esta con perspicacia, el gran filólogo nos deja vislumbrar cómo las conversaciones de esos escritores —entonces muy jóvenes—, su situación personal, su experiencia, ofrecen un panorama de vida literaria que tiene expresión en una revista modesta, pero de enorme interés.
La camaradería de los escritores, entendida como un crisol en el que circulan y se fraguan ideas y proyectos, adquiere, así, otra dimensión. Cuántas revistas, cuántas empresas editoriales, cuántos libros no se concibieron en esos episodios de la vida literaria.