Del norte mexicano llegan noticias sombrías, pero aquí, en esta entrega de mi columna quincenal, me ocuparé solamente de un hecho que me ha llenado de júbilo y que recibimos desde el septentrión de nuestro país. Insisto: mucha falta nos hacen a los mexicanos motivos para la alegría, en especial los vinculados a los estados norteños; la verdad, escasean en estas semanas desgarradas; por eso quiero celebrar públicamente el otorgamiento de la medalla Wikaráame a Luis Vicente de Aguinaga, de Guadalajara, poeta y ensayista.

Luis Vicente de Aguinaga nació en la capital de Jalisco en 1971. Allí ha hecho su vida. Vivió una fecunda estancia en Francia, en Montpellier, donde se doctoró en Letras en una universidad que lleva el nombre de otro ensayista y poeta: Paul Valéry. Universitario de pies a cabeza, De Aguinaga sabe también moverse con brillo y agilidad fuera de los círculos académicos. He leído crónicas suyas sobre la vida en Guadalajara, esmaltadas por una sagaz inteligencia y un sentido del humor que me atrevo a describir como nietzscheano. He asistido con él y con su hijo Matías al Estadio Jalisco a ver jugar al Atlas. Lo he oído hablar con admiración y conocimiento lo mismo de Mark Knopfler que de Juan Goytisolo. Tiene una familia espléndida: su esposa, Teresa González Arce, es también una escritora de primer orden. La familia es un cuadrángulo cuyo vértice más joven es el segundo hijo, Lucas.

Pero Luis Vicente de Aguinaga es sobre todo un poeta. Claro que es un tipo de poeta ligeramente marginal, pero no por las razones consabidas de lo que podríamos llamar la vida rápida de los excesos y la estridencia, no; su marginalidad consiste ni más ni menos en que es un poeta doctus. No le tiene miedo a las pulsiones abiertamente intelectuales en sus versos; sabe que a una parte de la asamblea le disgusta un poeta que piensa y que se ha sumergido en las aguas profundas de la cultura libresca. No le importa: su lealtad es, primero, con sus convicciones más arraigadas.

Los ensayos de índole literaria que ha escrito se ocupan, centralmente, de la experiencia poética: es la materia central que lo guía y articula, de mil maneras, su pensamiento. Es al mismo tiempo un ensayista y un crítico: pone a prueba las ideas, discierne en las obras los valores y los contravalores.

Aprendo siempre de sus libros en verso y en prosa. Un ejemplo a la mano: el libro La luz dentro del ojo, en el que De Aguinaga ha compilado un puñado de ensayos. Allí aprendí unas cuantas cosas fundamentales sobre el pitagorismo y el orfismo en la poesía de los modernistas: me iluminaron para redactar una módica disertación que fui a leer a Tepic para conmemorar el centenario de la muerte de Amado Nervo.

El poeta y ensayista Luis Vicente de Aguinaga ha sido mi maestro durante largos años. Que ahora lo distingan en Chihuahua, en el marco de la Feria del Libro de ese estado, es un acto de justicia.

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