En noviembre de 2021 conmemoraremos los 120 años del nacimiento del poeta José Gorostiza. Es posible que se haga poco para recordar este aniversario; es muy probable que no se haga nada, en medio del quebranto agónico de tantas instituciones culturales de nuestro país. Por eso quiero dedicarle estos renglones a quien considero el mayor poeta del siglo XX mexicano y uno de los mayores de cualquier lengua, de cualquier tiempo y lugar.

Desde luego, el de Gorostiza no es el primer nombre en el que comúnmente se piensa cuando se habla de esa noción nebulosa: “los grandes poetas mexicanos”. Digo “nebulosa” pero debería decir, mejor aún, “debatible”; hay quienes tienen sus gallos, sus campeones, en esa discusión que a veces degenera en absurdas peleas: Gorostiza no es gallo ni campeón de casi nadie. En mi opinión, así está bien.

En 1925 publicó un libro muy breve, casi se diría un cuadernillo, titulado Canciones para cantar en las barcas. Fue bien leído y discretamente elogiado; a mí me parece una obra maestra: el problema, si es que lo es, consiste en que no lo parece. Habrían de pasar tres lustros para que, en 1939, Gorostiza publicara Muerte sin fin, un poema abismal que es al mismo tiempo una cumbre: al mismo tiempo la Fosa de Tonga y los Himalayas. Ambos libros fueron publicados por la benemérita editorial Cultura. A partir de 1939, Gorostiza habitó, hierático, tímido, la casa del silencio que le dio tema a uno de sus bellísimos poemas del libro de 1925. El silencio de Gorostiza se parece al de los otros dos habitantes de esa casa: Juan Rulfo, Alí Chumacero.

Mucho se ha escrito sobre el inmenso poema de 1939; incomparablemente menos sobre la breve obra maestra de 1925, el mismo año en el que Jorge Luis Borges publicó su segundo libro de poesía: Luna de enfrente. La Luna está presente en las Canciones para cantar en las barcas; en el poema que Gorostiza dedicó a la memoria de López Velarde llama a nuestro satélite “mi dorada madrina”: ¿por qué? Por una razón sencilla y que no todo mundo conoce: en un artículo en el que López Velarde “le daba la alternativa”, llamó al joven Gorostiza Alcalá “ahijado de la luna” y le pidió que no “prevaricara”. La tercera acepción de ese verbo es el de su uso coloquial y equivale a desvariar, a decir locuras.

Gorostiza era de Tabasco, de Villahermosa. Nació en una casa cercana a la de la familia Pellicer Cámara, donde en 1897 nació su amigo Carlos. José Gorostiza y Carlos Pellicer forman una diarquía, el reinado bicápite de la poesía en Tabasco; su heredero fue, claro está, José Carlos Becerra, muerto trágicamente cerca de Brindisi a edad temprana.

Los 120 años de Gorostiza nos permiten visitar la casa del silencio metafísico que alienta en el cosmos de palabras de Muerte sin fin. Antes podemos asomarnos a sus poemas juveniles y a un texto en prosa, “descarnada lección de poesía”: las “Notas” que preceden a su obra reunida.

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