Cuenta Vladímir Nabókov que el “primer latido” de su novela Lolita, publicada por vez primera en 1955, fue la noticia de un extraño experimento. Un simio fue orillado por diferentes medios a dejar sobre el papel alguna imagen; terminó haciendo el dibujo de los barrotes de su jaula.

Ese “latido” no tuvo de inmediato una expresión literaria; hubo que esperar a que Nabókov escribiera las páginas de una fábula titulada “The Enchanter”, manuscrito perdido durante varios años, rescatado y traducido del ruso al inglés por Dmitri Nabókov, colaborador literario de su padre.

La palabra “enchanter” puede traducirse de muchos modos: encantador, mago, ilusionista. Comoquiera, el personaje masculino de esa narración es una prefiguración del impresionante Humbert Humbert de Lolita. La niña de ese viejo relato es también, menos claramente, un antecedente de la ninfeta Dolores Haze.

Hace no muchos años me hice con una reimpresión (1959) de la legendaria edición parisién de la novela famosa, con el sello de Olympia Press. Tiene un ex libris sumamente peculiar: una poderosa imagen priápica puesta ahí por su dueño anterior, una persona de grandes méritos intelectuales. Tengo otras ediciones de Lolita, cómo no: una anotada, otra en pasta dura. Leí “The Enchanter” hace unos días.

Sin duda esa narración es claramente un anuncio de Lolita; pero tiene un interés propio, no dependiente de su condición de texto precursor. Es un poco difícil decir o decidir a qué género pertenece: cuento largo, novela breve, noveleta. Lo cierto es que los dos momentos de gestación de la novela de 1955 fueron notables: el simio dibujante, el cuento sobre un ilusionista desastroso.

La edición de “The Enchanter” que leí incluye el extracto de un texto célebre de Nabókov: sus consideraciones sobre Lolita. Son los párrafos que tienen una relación directa con “The Enchanter”. Allí Nabókov explica cómo fue creciendo aquella primera palpitación hasta convertirse, dice, en esa cosa “con garras y con alas”: una novela, es decir, Lolita.

Yo no sé qué opinen los lectores de esa imagen; a mí me parece fascinante. La novela vista como una criatura con garras y con alas: ¿un águila, un halcón peregrino, un búho? Esa indeterminación puede pasar por un error literario: una vaguedad. No lo veo así: me parece un acierto, como cuando Luis de Góngora habla de las “nocturnas aves” que habitan la cueva del cíclope Polifemo pero no nos dice cuáles son: nos toca a nosotros averiguarlo.

Puesto a escoger qué criatura puede ser la novela, cosa con alas y con garras, me inclino a verla como un grifo, monstruo que combina el águila y el león: por delante un águila, en la parte posterior un león. Podría ser un dragón, desde luego; pero los dragones ya están muy atareados en otros menesteres.

Entonces, ahí está: la novela es un grifo imponente de alas inmensas y garras afiladas.

No es posible dudar de la fiereza y la majestad de una buena novela.

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