El pasado jueves 3 de febrero se cumplieron 40 años de la muerte del poeta Efraín Huerta. En el último tramo de su vida recibió todos los premios imaginables y un reconocimiento prácticamente unánime de sus lectores y colegas. En su velorio hubo de todo: desde la presencia dolida de Octavio Paz, compañero suyo en la Preparatoria Nacional y testigo de su primer matrimonio; hasta un guerrillero centroamericano que depositó una bala en el ataúd de Huerta y se retiró sin saludar a nadie. El entierro, en el ondulante y verdísimo campo de Milpa Alta, fue una ceremonia en la que pudieron escucharse las palabras de su poema “Borrador para un testamento”, vibrante pieza de un extraño lirismo y de una gravedad que no se ajusta en absoluto al estereotipo que los poemínimos han acuñado de don Efraín como un versificador ágil, desenfadado y ocurrente.
Los últimos ocho años de su vida estuvieron sellados por una experiencia tremenda. Aquejado por un cáncer de garganta, fue sometido en 1974 a una laringectomía que le quitó la voz pero no el ánimo: dio una lección de valor, de entereza, de afirmación vital que iluminó a todos los que presenciaron el largo proceso de rehabilitación en las salas del Centro Médico. Su doctor, el admirable Roberto Garza, trabó con el poeta una amistad espléndida.
La pérdida de la voz significó para Huerta una auténtica prueba de fuego: ¿sobreviviría con buen talante el conversador agudo e inteligente, el pícaro bromista, el inspirado maestro que era este poeta, a la falta de ese instrumento esencial de su vida, la voz con la que suele identificarse el estilo mismo de una escritura literaria? La respuesta la dio el mismo don Efraín durante esos ochos años. Se fue de paseo a España, acompañado por su hija Raquel, viaje que se debía desde los años 30; se reunió a menudo con parientes y amigos para “platicar” con ellos: pudo recuperar un soplo de la voz perdida gracias al entrenamiento en una disciplina médica llamada foniatría; se negó a usar dispositivos electrónicos para sustituir la voz corporal, a pesar de que a un amigo suyo, José Solé, ese artilugio le había servido bien. Otro amigo, el poeta cubano José Lezama Lima, le dijo, en una carta llena de afecto, algo misterioso y muy bello: “Usted se irá reconociendo en su nueva voz y será el primero en sorprenderse del nuevo cuerpo que le irá naciendo.”
Esa carta de Lezama, de octubre de 1974, fue rescatada y ejemplarmente estudiada por Sergio Ugalde Quintana. Este mismo investigador y ensayista le ha dado nueva vida a Efraín Huerta: le debemos el rescate de una impresionante selección de prosa periodística de 1939 a 1944 que Ugalde Quintana tituló Prosas de guerra y esperanza. Es decir, que el poeta de Los hombres del alba y El Tajín sigue presente entre nosotros.
Cuarenta años sin Efraín Huerta son mucho tiempo. Sin embargo, el poeta del alba sigue dándonos, como siempre, nuevos amaneceres.