En los tres años de este gobierno hemos visto la consagración del dinero como el tema principal de la vida pública y privada. Es lo que he llamado, en mis conversaciones conmigo mismo, “una visión dinerocéntrica” que todo lo invade: las mentes, las preocupaciones, los sentimientos.

El gobierno actual y su voz principal se han encargado de obligarnos a tener presente el dinero en todas sus posibles formas y situaciones: dinero en abundancia, dinero que falta, dinero robado, dinero que se regala, dinero que se recorta, dinero en forma de becas, dinero en el futuro promisorio, dinero estafado en el pasado tenebroso. Es la principal obsesión y el tema central de este gobierno y del presidente. El dinero de las arcas públicas y el modo en que se maneja no es aquí el único asunto. También los sueldos o las ganancias del ámbito privado; no importa cómo se haya ganado, si el gobernante juzga que es demasiado, ese dinero será objeto de reprobación.

Porque el dinero es la medida de una vida moralmente irreprochable o de una existencia sórdida; depende de si se tiene poco y se es honrado —primer caso: estamos salvados— o si se tiene mucho —segundo caso: nos toca el infierno de las fulminaciones y condenas—, siempre, en cualquier caso, el dinero es la medida del mal y del bien.

Está el curioso caso de las clases medias: sus sedicentes deseos de tener más dinero del que tienen las convierte en abominaciones sociales que aspiran a dejar la “medianía” (no sé si “dorada medianía”) de una vida insatisfactoria, también calibrada por las cantidades de dinero.

Leer las noticias es aturdirse con cifras que difícilmente puede uno entender: decenas de millones (de dólares o de pesos, lo mismo da); centenares o miles de millones. Son casi abstracciones. Tal o cual obra no va a costar lo que se dijo sino decenas (o cientos) de millones menos o más; el “debate” tiene ahí su punto de partida. Si el plan de la obra es bueno o malo; si va a satisfacer alguna necesidad; si fue bien diseñado o planeado, todo eso es lo de menos: lo principal es saber cuánto cuesta.

Otro lado de esta situación es lo que cuesta, costó o costará lo que se destruye o cancela. El ejemplo notorio es el aeropuerto de Texcoco; seguimos tratando de averiguar cuánto costó cancelarlo, destruirlo, dejarlo atrás para hacer otro aeropuerto. Yo pienso de repente, en medio de la barahúnda, en los diseños de Norman Foster que fueron destrozados, pero a quién le importa —nomás a un despistado como yo— el tal Norman Foster, que en su casa lo conocen.

Uno de mis ejercicios favoritos de sinonimia es pedir a mis alumnos que me digan cuántas palabras hay en su acervo para designar el dinero: plata, marmaja, lana, centavos, luz, quintos. Un ejercicio ingenuo, ahora manchado por la obsesión dinerocéntrica.

La frasecita titular de esta columna es de Francisco de Quevedo. Está en un poema famoso dedicado, precisamente, al dinero.

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