Un amigo me escribe: “A ver si logro leer más y no escribir tanto”, lo que en su caso es especialmente problemático para mí, pues no estoy de acuerdo con sus intenciones. Mi amigo escribe muy bien y lee no menos bien —como lo demuestra lo que escribe acerca de lo que lee. En la raíz de esas dos actividades (leer, escribir…) está, desde luego, el pensamiento y una interrogante de orden casi filosófico: ¿qué pienso realmente?, a la cual se ha dado esta respuesta que es una defensa, en forma de pregunta, de la vida intelectual: ¿cómo voy a saber lo que pienso si no leo lo que escribo?
La pregunta está formulada en ese tono en el que ya va quedando clara la respuesta: desde luego, una de las vías para saber lo que pienso es leer lo que escribo. Parece como si en todo esto hubiera algo de magia y no seré yo quien lo niegue. Sabido es el poder que, por ejemplo, los antiguos pueblos septentrionales le atribuían a la escritura, es decir: a las runas del frío Norte de Europa. Las leyendas sobre el poder de la escritura llegan muy desvaídas hasta nosotros. La doble y complementaria habilidad de saber leer y escribir pone aparte a quienes han sido “privilegiados” con esos dones. Ese privilegio se llama “educación” y en estos tiempos miserables no está bien visto; resulta preferible la santa ignorancia en la que parecen dibujarse las virtudes de la inocencia indocumentada y de la docilidad aquiescente. Es decir, de lo que conviene a los poderosos: lo contrario de lo que nos dan la lectura, la escritura, el pensamiento.
La vida del pensamiento está bajo asedio, dicho muy suavemente; quizá sería mejor decir, para mayor claridad: está amenazada. Es una amenaza constante, sorda —es decir: cerrada a cualquier posible diálogo o negociación—, difundida por todos los rumbos con el ruido atronador que produce un gigantesco megáfono. En medio de ese ruido apenas se distinguen palabras atropelladas. No hay en ese fragor cotidiano pensamiento alguno que valga la pena ni el menor planteamiento que realmente sirva; es pura contaminación auditiva. Uno de sus peores rasgos es que impone los temas de la conversación: es muy difícil, casi imposible, sustraerse a ese escándalo.
El escritor George Saunders explicó estupendamente todo esto en el primer ensayo de su libro de 2007 titulado The Braindead Megaphone. Un individuo de pocas luces llega a una reunión y saca un megáfono, ensordece y aturde a la concurrencia, la llena de indignación… y luego, solo un poco más tarde, todos están hablando de lo que el del megáfono decía con su poderoso amplificador. Es decir, se apropió de la conversación y canceló, con su ruido y sus pocas luces, el diálogo múltiple y diverso.
Esto debería hacernos pensar que ese diálogo debe nutrirse continuamente de lo que leemos, pensamos y, en algunos casos, escribimos para darlo a leer a nuestros semejantes. Debería apartarnos del escándalo del megáfono.