El pasado miércoles 28 de abril cayó sobre la capital de nuestro país una tormenta, acompañada por un séquito atronador de granizo y vendavales. Un espectáculo exaltante, pero sobre todo atemorizante. ¿Por qué en México da tanto miedo una lluvia fuerte? Porque sabemos que, en nuestro país, las estructuras de todo tipo no resisten embates de semejante magnitud. Es lo que sucedió la tarde-noche de ese miércoles con la techumbre del Templo Mayor: la estructura se vino abajo y cubrió parte de las ruinas prehispánicas del más grande y más significativo templo de los mexicas.

Eduardo Matos Moctezuma se presentó en el lugar en cuanto pudo. Lo mismo hizo Leonardo López Luján. Los dos han trabajado intensamente, durante largos años y décadas, en ese sitio y sus tareas los han hecho merecedores de toda nuestra gratitud. También los funcionarios del gobierno acudieron; casi de inmediato minimizaron los posibles daños: urgía dejar claro que ellos nada tienen que ver con un problema muy viejo. Ese problema tiene un feo nombre; tan feo como los efectos que desencadena: falta de mantenimiento.

El mantenimiento… Sin él la riqueza patrimonial de nuestra cultura está en constante peligro de destrucción, de daño, como vimos al día siguiente de la granizada de abril. La tormenta del miércoles 28 dejó esa lección que nunca debimos olvidar; ya ha ocurrido otras veces; esa noche tocó el centro neurálgico de nuestra historia antigua, en el año en que se conmemora la caída de la Gran Tenochtitlán, ocurrida en 1521.

Leer la noticia del derrumbe en el Templo Mayor fue desolador. El incendio de este mismo año en el Puesto Central de Control del Metro de la Ciudad de México es otro ejemplo de la incuria gubernamental, en un ámbito diferente del servicio público. Y la espantosa tragedia del 3 de mayo en la Línea 12 no dejó ninguna duda de que algo está podrido en la Dinamarca de nuestras infraestructuras, así como en las cúpulas de mando.

La tragedia de Tláhuac fue el fondo inevitable de la ceremonia que el pasado 13 de mayo organizaron las autoridades para conmemorar una mentira: los 700 años de la fundación de nuestra ciudad. Mentira, impunidad, negligencia: deidades devastadoras, los ídolos de una falsa transformación.

Vi y escuché la ceremonia de ese día 13, celebrada diez días después de la tragedia en el suroriente de nuestra ciudad. Fue una experiencia desalentadora. Algunos indígenas estaban ahí, cómo no, callados, en medio de una celebración que con mal disimulado racismo los excluyó abiertamente. Al final, un coro de niños entonó el himno nacional en náhuatl: final tristón de una ceremonia indignante.

El granizo en el templo anunció la sangre de Tláhuac. En medio de todo ello, los funcionarios ufanos en sus grillas y sus maniobras tenebrosas. Y como dijo el poeta, alrededor era posible ver el espectáculo de “la temerosa y vibrante/ llanura de sombras que es/ nuestra patria”.