Hace tres semanas cancelé el servicio de televisión por cable. A mi alrededor se escucharon exclamaciones de alarma: “¡Cómo es posible…! ¿Y el béis y el fut…? No vas a poder ver las noticias.” En mi casa no hubo mayor alboroto: se acabó aquello, y ya; pasamos a otra cosa.
Puesto que en esta columna estamos en confianza, diré que luego de esa cancelación me quedé muy tranquilo, pero muy en el fondo, allá en los rincones más escondidos de lo que pomposamente llamo “mi psique”, alentaba una duda: una cosa de nada, un aleteo infinitesimal, una especie de titubeo. ¿Hice bien?, ¿no empezaré, más temprano que tarde, a extrañar las trasmisiones de la televisión que frecuentaba con un fervor de iconófago (eso quiere decir, me parece, “consumir o comedor de imágenes”)?
Los días se han seguido uno a otro hasta sumar semanas y dentro de poco habrá pasado un mes sin televisión por cable. Debo decirlo todo, sin embargo: no me privé completamente de la televisión, pues he conservado el servicio de streaming, además de que tenemos una máquina que nos permite ver películas en la “pantalla chica”, chistosa frasecita con la que se quiso enfrentar a la televisión con el cine. (Creo que fue el escritor Cabrera Infante el que se refirió desdeñosamente a la televisión con esta descripción genial: no es otra cosa que el cine por radio.)
Estoy tranquilo. Hasta ahora. En plan de confesión precavida, me he dicho y he dicho, a quien ha querido escucharme, lo siguiente: si algún día, en un futuro más bien lejano, vuelvo a contratar el servicio de cable, será con una compañía diferente. Con eso, según yo, quedo “protegido”; es decir: a salvo de las consecuencias de aquella decisión terminante.
Uno funciona de una manera en verdad muy curiosa. Con eso quiero decir que en este caso he decidido algo, lo he llevado a cabo y, al mismo tiempo, mientras sucedía, he estado observándome un poco desde fuera. Como siempre que me observo, digo: mi conducta es extraña.
¿Cuáles son las consecuencias de mi decisión? Por lo pronto, el mayor tiempo que ahora tengo. Gracias a esa repentina riqueza me consagré a tareas que me gustan, como esta: pasar en limpio, por el puro placer de hacerlo, y para contar con una “edición propia” (mía solamente), un largo texto poético que he admirado larguísimos años y que hasta ahora, por fin, he tenido en una edición digna de conservarse. Pero el libro que conseguí tiene una desventaja insalvable: su gran tamaño, lo que dificulta leerlo. Cuando lo tenga pasado en limpio conservaré celosamente el libro y además podré andar por ahí con mi edición “personal” del poema, leyéndola muy a gusto.
Adiós, televisión por cable, no sé si para siempre. ¿Nos volveremos a ver? O mejor dicho, ¿volveré a ver tus trasmisiones? Quizá es puritanismo, pero percibo el paisaje doméstico más limpio, más diáfano, más puro. Eso debe tener un significado que no trataré de descifrar.