Leo en el décimo capítulo de Los recuerdos del porvenir, la novela de Elena Garro, en los primeros renglones:

“Va a pasar algo”, corría de boca en boca. “¡Sí, hace demasiado calor!”, era la respuesta.

Los habitantes de Ixtepec, el pueblo que continuamente da noticia de su memoria del futuro, viven una terrible sensación de inminencia, sellada por la zozobra de la ocupación militar de las tropas constitucionalistas. Los destinos de todos han sido desgarrados por el vértigo de la revolución y nada volverá a ser lo mismo después del paso del general Rosas, sus mujeres y sus oficiales, por las vidas de todos y cada uno; el tiempo ha quedado dividido y quebrantado. A la sensación de zozobra (“va a pasar algo”) se suma en el décimo capítulo la densidad atmosférica y la temperatura infernal: el calor. Son “días de perros”: los días de la canícula, palabra que eso quiere significar, ni más ni menos; véase la palabra un poco más de cerca: la palabra “can” está al principio mismo del vocablo. Son días enviados a nuestra madre Tierra desde la estrella Sirio, la “estrella del perro”, para los antiguos; por eso un personaje de las aventuras de Harry Potter, su padrino, mágico hombre-perro, se llama Sirius Black.

¿Va a pasar algo? Nadie lo sabe; muchos lo temen. (La otra posibilidad es que ya esté pasando; eso tan temido ocurre ahora mismo, es un acontecimiento acaso diferente para cada persona.) El calor ocupa una porción grande de las conversaciones chilangas en estos días. Mal acostumbrados por el clima generalmente benigno, no estamos preparados para los extremos del termómetro; no suele haber en las casas el equipo para hacer frente a los 30 grados centígrados (enfriadores, ventiladores) ni a los fríos otoñales e invernales (calefactores eficientes, además de la “cobijita” consabida para pasar la noche).

El calor sucede en el ámbito de nuestra cercanía y nos envuelve desde arriba, de pies a cabeza. Así ocurre con las buenas novelas, criaturas “con garras y con alas” (Nabókov), cuyo metabolismo actúa sobre el nuestro: nos hace soñar despiertos, nos deja ver o entrever hechos excepcionales, gracias a las magias seculares del estilo y de la narración.

La Comala de Juan Rulfo existe de una manera extraña: hay varias poblaciones mexicanas con ese nombre, que quiere decir “lugar sobre las brasas”, aunque ninguna tiene o tuvo una hacienda llamada la Media Luna; también hay varios Ixtepec en el mapa de nuestro país, aunque ninguno nos dice que está sentado sobre una “piedra aparente”. Esos dos pueblos de la literatura son reales en un plano fragoroso de los símbolos: quienes desdeñan la literatura como una mentira, no entenderán jamás esa profundidad vital de los símbolos y los espejos terribles que nos ponen ante los ojos: vemos en ellos nuestra imagen reflejada y distorsionada, grávida de verdades más allá de la prosa cansina de los días, la política, la crisis permanente.

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