El Centro que aparece en la frase que encabeza esta columna es el Centro Histórico de la Ciudad de México. En mis tiempos, hace largas décadas, era nada más “el Centro”. No importa; nos hemos acostumbrado a la solemnidad del tiempo profundo. La historia nos circunda y observa desde las piedras viejas que será mejor llamar “antiguas”. Es el corazón de la inmensa metrópoli, de la “ciudad de ceniza y tezontle” que vio el poeta, y que odió y amó para siempre siguiendo la doble señal que le marcó un hermano mayor, el chileno Pablo Neruda, que pedía poemas de amor y de odio para hacer crecer y brillar la poesía impura.

Por asuntos de trabajo —trabajo gozoso, debo decirlo—, pasé cuatro días en el Centro. Es decir, me instalé en un hotel para ahorrarme el esfuerzo de los fatigosos traslados de mi colonia, enclavada en el sur, hasta la calle de Justo Sierra, justamente atrás del Templo Mayor, ante cuya vista pienso sin falta —como todo buen capitalino debería pensar, con gratitud— en el maestro Eduardo Matos Moctezuma, uno de los pocos sabios auténticos de la tribu. El edificio barroco al que iba yo a trabajar es inmenso y muy hermoso; fue un colegio religioso durante siglos y su nombre primero, antes de que existiera como esta maravilla de piedra que nos asombra, era “jacalteopan”, una palabra fascinante. Es relativamente fácil ver cómo está hecha: un jacal es una choza y la palabra “teo” significa “dios”, de modo que jacalteopan quiere decir “iglesia”. Una iglesia donde se impartían enseñanzas; es decir, un colegio.

En lugar de varios viajes tórridos y complicados, caminaba una sola cuadra de mi hotel al lugar de trabajo. Creo que hice bien. Lo recomiendo como una experiencia aligeradora para la neurosis de los chilangos, que de ese modo quedaría mitigada. Alguien podría llamarla, sin la menor originalidad, “turismo en la propia ciudad”; es más, mucho más que eso.

Es un redescubrimiento pausado de lo que uno ha visto y creído a lo largo de la vida sobre el lugar que habita. Como casi todos, solía ir al Centro a algún asunto o a un museo, un concierto, una cita amistosa. Ahora fui a trabajar; pero dispuse libremente de algunas horas, en especial muy temprano en la mañana, para caminar a mi antojo y curiosear, como un flaneur intempestivo y mexicano, que sin querer queriendo sigue la huella del paseante más digno de nuestro cariño: Ramón López Velarde, que por aquí anduvo, según se sabe con certeza. Caminó por Justo Sierra, por las inmediaciones del Zócalo.

Redescubrir la ciudad es una buena experiencia. El Centro es un sitio vibrante, de una vitalidad que me sorprende cada vez que la presencio y la siento. El comercio febril en Correo Mayor, por ejemplo, atrás del Palacio Nacional: los diablitos, los cargadores, los peatones que invaden la calle, todo rezuma una energía formidable, a la que contribuye el pesado calor de estos días.

Fueron cuatro días gozosos, plenos.

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