Pocas cosas son tan dolorosas y devastadoras como el fracaso de los adultos para resguardar la vida de niñas y niños. El 4 de noviembre, en las páginas de este mismo diario, Héctor de Mauleón escribió sobre el descubrimiento de los restos destazados de Alan Yahir y Héctor Efraín (sí, sí tienen nombre, y mejor que no los olvidemos) de 12 y 14 años de edad. La brutalidad nos saltó a los ojos, nos mordió el corazón… nos dejó temblando; lo esperanzador que nos puede pasar es que la incrédula indignación, el agudo sentido de fracaso no se disipen, sino que se precipiten en propósitos firmes. No hay duelo suficiente, pero uno significativo es revisar el tema y poner empeño en enderezar algo que normalizamos, pero está retorcido.
“La madrugada del 31 de octubre quedó más claro que nunca el otro horror de la Ciudad de México, en el que los niños son carne de cañón del crimen organizado y las canteras del crimen son las vecindades del centro”, escribió De Mauleón. Podría haber ocurrido, tristemente, en multitud de puntos del país: las barriadas de Ciudad Juárez, los tiraderos de Tapachula, las tienditas de La Piedad. Pero eso no consuela. Nos debe doler que la masacre ocurrió a apenas seis o siete cuadras de la sede nacional de la Secretaría de Educación Pública. Las vecindades del Centro Histórico, en su trajín cotidiano de inhumanidad le ponen un desmentido a los murales de Rivera, las frases de Vasconcelos y las introducciones pretenciosas de los planes y programas vigentes.
La escuela no es toda la solución, pero es parte. No es mecánico que, si se ponen escuelas, niños y adolescentes dejarán de ser atraídos, reclutados o extorsionados para entrar a las guerras de adultos. Como nos demuestra la pandemia con las aulas cerradas, más que la “escuela” es la comunidad educativa la que sirve de oasis, de resguardo, de enclave para que la violencia del ambiente se mitigue, para ensayar nuevas formas de socialidad, para aprender a expresarse con palabras y no con golpes; para resolver las diferencias en forma razonada y empática, sin abuso y sujeción.
Hace falta vigilancia en el Centro Histórico, desarticular el financiamiento ilegal y la mordida, la extorsión. Y hace más falta que las escuelas sirvan no de estacionamientos y de salas de repetición rítmica de frases irrelevantes, sino de espacios de re-construcción de la comunidad. Seamos enérgicos y enfrentemos a los funcionarios y legisladores que no están destinando fondos públicos para abordar estos temas.
Confinados y con las aulas cerradas, la mayoría de los eventos negativos les suceden a niños y adolescentes, especialmente a ellas, al interior de los hogares y en el entorno cercano, porque no hemos sabido alcanzarles con servicios de atención y protección a domicilio. La que no está confinada es la violencia: cada día asesinan a siete y desaparecen a otros siete niños, niñas y adolescentes, ante el silencio y la impunidad. Sólo en lo que va del año, 1,800 fueron asesinados; y aumenta la niñez desaparecida, que ya supera los 13,700 casos. Pero no hay dinero suficiente, sino recortes para las procuradurías, para la atención a niñez violentada, para educación indígena. ¿En qué estamos pensando?
Alan Yahir y Héctor Efraín son dos casos, que multiplicado por mil nos daría el número de caídos en esta hecatombe. Pero no son dos casos; son dos personas, cuyo prospecto de vida fue segado literalmente. Que cada vez que veamos presupuesto recortado o que nos digan que no es necesario tener programa de Convivencia Escolar, recordemos estos nombres.