En días recientes circuló en los principales medios de comunicación, y redes sociales, la noticia de que se había prohibido la venta de productos lácteos por no estar elaborados con la materia prima que indica la etiqueta del producto. En el mejor de los casos estaríamos hablando de publicidad engañosa o de dar “gato por liebre”, por lo que diversos medios, al igual que las propias empresas inmediatamente pusieron el grito en el cielo diciendo que sus prácticas no se encuentran fuera de la ley y que sus productos tienen la calidad publicitada, que en ello, no existe ningún engaño al consumidor. En algunos foros se habla de un atendo contra la libre empresa, en otros, se envolvieron en el manto del empleo señalando que se estaban poniendo en jaque trabajos del sector. En otros casos, se apeló al nacionalismo y comunitarismo para indicar que los quesos de las comunidades agrícolas e indígenas son orgánicos, originales y baratos. Otras voces señalaron que los consumidores somos mayores de edad y que, por lo tanto, deberíamos leer el contenido y decidir si compramos el artículo o no. En todos los casos hay algo de cierto. Lo que hasta el momento poco se comenta es que el consumidor tiene menos información que el productor, por lo tanto, se requiere de instancias que lo provean de información. Esta instancia debe ser el Estado.
El sector empresarial durante décadas ha insistido al Gobierno en que transparente sus cuentas. Que digan en qué se gastan los impuestos. El reclamo es por transparencia. Ahora les corresponde actuar en congruencia con lo que solicitan: los productos deben cumplir con las normas vigentes y etiquetarse adecuadamente. No hacerlo implica falsificar el producto. El caso mencionado está relacionado con la industria alimentaria, pero esto ocurre en prácticamente la totalidad de mercados: desde ropa, pasando por joyería, equipo de cómputo, etc. Existe cualquier cantidad de mercados en los que no siempre se vende lo que aseguran vender. Se puede pensar que esto es exclusivo del sector informal, pero no es así, de ahí que la Secretaría de Economía tenga instancias que aseguren que se cumpla con las llamadas Normas Oficiales Mexicanas, éstas tienen como objetivo que el consumidor tenga la certeza de que el producto comprado es el que creen que es y no sean víctimas de engaño.
En pocas regiones se ha logrado que productos artesanales se puedan industrializar y producir masivamente, el mezcal es probablemente el último producto que ha dado dicho salto. El contexto actual abre la ventana de oportunidades para que los productos lácteos de comunidades agropecuarias e indígenas se puedan posicionar en el mercado nacional. El problema, sin embargo, es que deberán jugar con las mismas reglas del juego que las empresas grandes. Depende también de nosotros los consumidores finales si queremos seguir comprando y consumiendo productos industrializados y con conservadores, o si volteamos la vista a otras opciones que, además de ser potencialmente más saludables, pueden provocar una serie de beneficios para los productores locales, generación de empleos y desarrollo de las comunidades, por citar unos cuantos ejemplos.
El argumento del consumidor responsable, mayor de edad y que toma decisiones racionales tiene sentido en un mundo donde el sistema educativo nacional permite que cualquier persona sin importar su profesión, clase social u origen, tenga los elementos básicos para entender sobre bioquímica o, cuando hablamos de contratos bancarios, sobre finanzas. Esto no es realista asumirlo. Aún si lo fuera, nos encontramos en una situación de lo que los economistas llaman información asimétrica, donde del productor tiene más información que el consumidor. Al emparejar el piso, el consumidor debe decidir libremente si consume fructosa en lugar de azúcar, productos lácteos combinados con grasas vegetales en lugar de leche o polímeros en lugar de sábila. Estos productos que “se parecen” pero que “no son”, sin embargo, se venden lado a lado con los productos auténticos sin diferencias importantes en apariencia para el consumidor. Pero que la información que tienen los productos sea la adecuada es responsabilidad de los productores y revisar que así sea, del Gobierno.
Ningún empresario que se respete debe dejar de considerar el riesgo de que las entidades públicas finalmente hagan su trabajo y se aseguren de que no haya publicidad engañosa o de que se vendan productos apócrifos. En todo caso, si el consumidor decide adquirirlos, tiene la libertad de hacerlo, pero con información, de otro modo, al menos se trata de un engaño cuando se vende un jugo cuyo envase dice que contiene jugo de fruta y en realidad se trata de polímeros y azúcares. Como consumidor aún puedo preferir esto último, pero las instancias públicas deben asegurarse de que la información que el productor está proporcionando, sea la correcta.
Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón, UNAM.