El rumbo que tomó el país en la década de los ochenta implicaba reducir el tamaño del Estado y permitir que el sector privado interviniera en procesos productivos que en otro momento habían sido ampliamente intervenidos por el sector público. La crisis económica de esa década se explicó como una generada por la excesiva intervención estatal, por el déficit público y, en pocas palabras, por un modelo económico que se había desgastado. El libre mercado llegó al rescate, para ello se privatizaron miles de empresas públicas, se combatió la inflación y se crearon condiciones para que la iniciativa privada comprara empresas públicas. Se firmó un TLCAN y se crearon órganos autónomos. La promesa es que con eso creceríamos. Nos esperaba el nirvana económico. A más de cuarenta años de distancia es evidente que los resultados no fueron los esperados. ¿Sorprende que se esté desmantelando lo que no dio los resultados prometidos?

La década perdida, la de los ochenta, se convirtió en cuarentena. La economía creció ínfimamente durante ese lapso. Lo que creció fue la riqueza de unos cuantos y la pobreza de muchos, ese es un claro resultado de la política económica seguida durante casi cuarenta años. Una actitud típica de los economistas es la de explicar por qué no pasó lo que se esperaba y, en el caso de la economía neoclásica, dar como remedio más dosis de la misma medicina, es decir, más privatización, menos programas públicos y menor nivel de intervención estatal. Es el mantra neoclásico o neoliberal como lo llaman algunos. Después de casi cuarenta años el libre mercado nos quedó a deber.

En México a partir de 2018 se dio un viraje hacia la intervención estatal. Seguimos en proceso de tener un sistema económico de economía mixta, con presencia del sector público en la economía. Para los adoradores del libre mercado esto no es sino una aberración, una vuelta al pasado que sólo nos traerá crisis y más pobreza. Desde esta perspectiva estamos pavimentando el camino al precipicio. La contraparte de este punto de vista es que por fin el caos del mercado será ordenado por la intervención del sector público y se tenderán redes que protejan a los menos favorecidos.

Víctimas de este viraje son los denominados órganos autónomos. Nuevamente hay voces que auguran una crisis institucional que tarde o temprano se reflejará en menor crecimiento económico y mayor pobreza entre la población. La cuarentena de crecimiento económico cercano a cero muestra que la existencia de dichos órganos no se reflejó en una economía creciente ni en una más equitativa distribución de la riqueza. Si el ciudadano ordinario no percibe los beneficios de la existencia de dichos órganos, ¿Por qué preocuparse por su extinción?

En algún capítulo de El Príncipe, Nicolás Maquiavelo sostiene que el gobernante en turno se mantendrá en el poder en la medida que tenga apoyo del pueblo. Probablemente el principal problema de los organismos autónomos, que hoy están heridos de muerte, están sufriendo esa suerte precisamente por el alejamiento con el ciudadano de a pie.

Algunas voces han advertido sobre la desaparición de dichos órganos y auguran crisis institucional por su desaparición. En el extremo, algunos hacen gala de una profunda ignorancia al equiparar la desaparición de dichas instituciones con las dictaduras nazista o fascista. Hace décadas la prensa era considerada como un cuarto poder, pues un “periodicazo” podía hacer caer a presidentes. Hoy las redes sociales se encuentran por lo menos al mismo nivel: son un quinto poder. En tal contexto es poco probable que la desaparición de unos órganos autodenominados autónomos, pero que sobreviven con dinero público, se convierta en la antesala del fascismo o de una nueva crisis económica. Al tiempo.

Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón-UNAM.

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