El cese de actividades económicas consecuencia de la pandemia trajo consigo un costo económico brutal y evidente: se redujo el producto interno bruto del mundo, se incrementó el desempleo, la pobreza se hizo más aguda y alcanzó a mayor población. Esto fue evidente e inmediato, pero hay otros costos que tardarán en notarse y que podrían tener un efecto devastador en el mediano y largo plazo. Además del costo ambiental, reflejado en la fabricación de millones cubrebocas e incremento en el uso del plástico, la pérdida de clases presenciales y la escasa infraestructura para continuar con las actividades académicas en línea, podría tener un costo en capital humano que tendrán que pagar las generaciones que actualmente están estudiando: el momento de la verdad llegará cuando egresen y se incorporen al mercado de trabajo.

Los que participamos en docencia nos dimos cuenta de que “el piso no está parejo” para todos los alumnos. Abundan los casos en que un solo dispositivo electrónico debe utilizarse por varios miembros de la familia que se encuentran en edad escolar y en que dicho aparato era un teléfono celular. La señal de internet ha sido otro factor adverso para muchos, pues no todos tienen acceso a una red que les permita tanto recibir como transmitir datos. En dicho contexto, el proceso de enseñanza-aprendizaje ha sido por demás difícil y muchos estudiantes no han sentido el verdadero rigor de algunos cursos cuyo nivel debe ser mayor cuando se imparten de modo presencial.

Pasará algún tiempo antes de que las pruebas internacionales sobre el desempeño académico de los países, nos muestre los efectos del confinamiento . Lo mismo ocurrirá con todas las generaciones que han tenido que aprender remotamente. Si se considera a los niños que se encuentran en primaria, posiblemente tendrán que pasar más de quince años para medir el impacto total del confinamiento en la educación. Esto no es un tema menor. Corresponde a instituciones educativas, docentes y alumnos invertir tiempo y recursos para recuperar parte del tiempo perdido. Está por verse si esto se logra.

No todo es obscuridad. El confinamiento nos forzó a utilizar plataformas tecnológicas que de otro modo tal vez no habríamos utilizado. Descubrimos que en internet existe un arsenal impresionante de información sobre prácticamente cualquier disciplina a través de artículos, videos, documentales, diapositivas, libros, etc. Una vez que algunos aprendimos a utilizar dichas herramientas no lo dejaremos. Aquellos que tuvieron la infraestructura tecnológica, y el ánimo, para aprender por este medio, seguramente tendrán mucha ventaja contra aquellos menos afortunados. En el ámbito laboral ocurre lo mismo: ahora podemos tener reuniones de trabajo desde nuestra computadora con personas que se encuentran en, literalmente, el otro lado del mundo.

La pérdida en capital humano y la formación deficiente del mismo es una razón para regresar a clases presenciales. Existen riesgos. El dilema es el de la salud contra el futuro de las generaciones que se están formando, es decir, de aquellos que tomarán decisiones en empresas, en Gobierno y en las familias. Es el futuro de la sociedad la que está en juego. Por eso es que en mi opinión debemos regresar a clases presenciales aún con el riesgo que esto trae consigo. No se trata sólo del bienestar de las generaciones actuales, sino también de las que vienen detrás de nosotros. A ellos les debemos el esfuerzo de acabar con el confinamiento.

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La iniciativa presidencial en materia eléctrica , que en la práctica implica una contra reforma a la llevada a cabo en el sexenio anterior, ha sacado chispas. Está en juego más que la industria eléctrica: es la visión sobre el papel que debe jugar el Estado en la economía. Para los adoradores del libre mercado no hay alternativa: el sector privado es el que debe producir y asignar precios y sueldos; pero hay gente que dudamos de la eficiencia del mercado y consideramos que, bajo determinadas circunstancias, el libre mercado extremo trae riesgos para el mundo entero como es evidente en el cambio climático y las crisis financieras como la de 1929 o, más contemporáneamente, la de 2008. Antes de tomar partido sobre las bondades o perjuicios de esta propuesta, conviene analizar lo que ha pasado, y sigue ocurriendo, en el mundo. Esto nos dará elementos para opinar de un modo más responsable sobre esta iniciativa.

Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón-UNAM y UDLAP Jenkins Graduate School.