Asumirme como feminista me ha tomado mucho tiempo, aunque viéndolo en retrospectiva, me doy cuenta que toda mi vida he sido feminista . Me ha costado asumirme como tal, no porque no crea en los ideales y valores que impulsa el movimiento, sino porque, sin ser consciente de ello, crecí asumiendo al feminismo como algo ajeno a mí, algo que yo no necesitaba en mi vida. Incluso como algo radical o negativo. El feminismo en nuestra sociedad suele verse con una connotación negativa, a las feministas se nos ha etiquetado como mujeres que odiamos a los hombres, que buscamos la supremacía de las mujeres frente a ellos, se nos pinta como mujeres histéricas, dramáticas, enojadas, que lo único que hacemos es destruir monumentos, pintar paredes, y promover que otras mujeres aborten.
A pesar de que lidero una organización que promueve y defiende los derechos de las mujeres, que constantemente aparezco en medios de comunicación denunciando la violencia de género, me sigue pasando que en ciertos espacios -sociales y familiares- me da pena decir abiertamente que soy feminista, no porque dude de mis convicciones, sino por cómo reacciona la gente cuando lo digo. Me ha tomado años deconstruir estas creencias, pero hoy estoy convencida que ser feminista es motivo de orgullo, y he logrado no solo redefinir lo que para mí significa el feminismo, si no lo mucho que lo necesito -y lo necesitamos- todos y todas en nuestras vidas.
El feminismo no es una lucha de las mujeres contra los hombres. El feminismo implica reconocer la desigualdad que por años hemos vivido las mujeres, y como bien lo define la autora Chimamanda Ngozi, implica reconocer que existe un problema con el género, y que debemos hacer algo al respecto.
Un hombre difícilmente va a entender el miedo que sentimos las mujeres al caminar de noche solas. O el estar en un bar y de pronto darte cuenta que ya perdiste a todas tus amigas y vas a tener que volver a casa sola. Un hombre jamás va a entender por qué nos tardamos tanto en escoger nuestra ropa, no necesariamente por vanidosas, sino porque sabemos que tenemos que pensar qué vamos a hacer durante el día, pues si te toca caminar mucho por la calle, mejor no ponerte falda. O si tienes una reunión importante, vestirte con pantalón para no verte tan femenina y que te tomen en serio, o preguntarte si esa camisa es la adecuada o va a provocar que los hombres se fijen más en tu escote que en lo que estás diciendo.
Un hombre difícilmente va a saber lo que se siente que constantemente te pregunten que dónde está tu jefe (aunque no lo tengas), o que te interrumpan al hablar para explicarte lo que -según ellos- estabas intentando decir.
Yo pensaba que nunca había sido víctima de violencia de género, y por eso no necesitaba el feminismo en mi vida. Pues los comentarios, las actitudes machistas y los roles de género los normalizamos tanto, que ni siquiera somos conscientes de cuánto nos afectan.
Recuerdo que cuando iba en la escuela, una amiga me dijo que ella quería ser doctora, pero que también quería tener una familia, entonces mejor iba a escoger una carrera que le permitiera atender bien a sus hijos. Estuve de acuerdo, porque para mí en ese momento el que el cuidado de los hijos recayera absolutamente en las mamás, era incuestionable. Recuerdo que una vez escuché a un hombre decir que los hombres ganaban más que las mujeres porque ellos tenían que mantener a una familia, y las mujeres no. En su momento me hizo sentido. Recuerdo a una amiga que quería ser abogada penalista pero le dijeron que a las mujeres en los Ministerios Públicos se las comían vivas, y por eso no estudió Derecho.
El feminismo importa porque nos demuestra que las mujeres podemos ser autoras de nuestras propias vidas, libres, e independientes. Que tenemos la misma capacidad e inteligencia que los hombres y que podemos decidir qué queremos hacer con nuestras vidas, sin que la sociedad nos imponga otra cosa.
Cuando tuve mi primer trabajo, recuerdo que el primer día me encontré con una mujer que iba en mi escuela, 10 años mayor que yo, y que ahora era socia del despacho donde yo había entrado a trabajar.
Recuerdo que en ese momento pensé “yo también puedo llegar a ser socia”. Suena como algo lógico, quizás, pero sin darme cuenta, nunca me había visto como abogada en una posición de poder. Si pensaba en alguien exitoso en el mundo del Derecho, siempre me imaginaba a un hombre, nunca a mí misma. Por esa experiencia propia, agradezco tanto a las mujeres que llegaron antes que yo y que hoy son el ejemplo de que las mujeres podemos llegar muy alto. Ese día entendí la importancia de la representación en las posiciones de liderazgo, porque esas mujeres son un ejemplo vivo de cómo sí podemos llegar a donde nos propongamos.
Hablo de ejemplos triviales porque muchas veces me han dicho “pero si las mujeres ya tienen los mismos derechos que los hombres ante la ley, ¿de qué se quejan?”. Y es que pareciera que seguimos sin ver -o sin querer ver- la enorme desigualdad en la que, en el día a día, vivimos las mujeres. La violencia de género no siempre se ve en los golpes y en el abuso sexual, sino que se ve en las pequeñas cosas, en las miradas acosadoras, los comentarios y chistes machistas, en los medios de comunicación, en las instituciones, en las escuelas.
A las mujeres nos matan, nos violan, nos desaparecen. Y si denunciamos, dicen que fue nuestra culpa por irresponsables y no nos creen. De las mujeres se espera que seamos buenas, que no digamos groserías, que calladitas nos vemos más bonitas, que atendamos a nuestros maridos, que nos ocupemos de nuestras casas, y el salirnos de ese rol de “buena mujer” trae como consecuencia un castigo social -o legal- peor que el que recibiría cualquier hombre.
El feminismo también es para los hombres. Y para mí, ser feminista, también es el promover que ellos reconozcan que fueron educados en el machismo, donde les enseñaron a reprimir sus sentimientos, a ser fuertes y agresivos, a no llorar. Les enseñaron que si su pareja gana más que ellos, es motivo de humillación y de poca hombría. Ellos deben asumir su responsabilidad y el enorme reto que implica desaprender todo lo que les han enseñado. Ellos deben normalizar que el involucrarse en el cuidado y la crianza de los hijos, no implica “ayudar”, si no compartir lo que es responsabilidad de ambos. Ellos deben activamente dejar de promover actitudes machistas como compartir fotos o videos privados de otras mujeres, cuestionar sus propios estereotipos de género, y desde luego, romper el pacto patriarcal que protege a otros hombres abusadores.
Quienes no se asumen como feministas, quizás no son conscientes de todo lo que ha hecho el feminismo por nosotras. Si hoy podemos estudiar, ir a la universidad, votar, trabajar, utilizar métodos anticonceptivos, decidir sobre nuestros propios cuerpos, divorciarnos, casarnos con quien decidamos, o abrir una cuenta de banco sin el permiso de nuestros maridos, se lo debemos a las feministas a quienes, en su momento, el luchar para que nosotras podamos ejercer esos derechos, les costó la vida o la libertad.
El 8 de marzo es un día que me conmueve y me enoja profundamente. Es un día que me recuerda que, aunque pareciera que hayamos llegado muy lejos, aún falta mucho por recorrer. Me conmueve porque vemos las fotos de aquellas que ya no están con nosotras porque un hombre les quitó la vida, porque escuchamos los gritos de quienes siguen buscando justicia frente a sus agresores, porque escuchamos cientos de testimonios de víctimas de violencia de género, y donde miles de mujeres nos unimos en un mismo grito de libertad y paz para todas nosotras. Me enoja porque vemos también, una sociedad y un gobierno que se hace de oídos sordos y desestima los reclamos de las mujeres.
Como bien nos dice la autora Roxane Gay. Quizás soy una mala feminista, quizás mi feminismo esté lleno de incoherencias. Me gusta bailar con mis amigas reguetón, aunque sé que sus letras son sumamente machistas. Espero que mi esposo sea quien cambie la llanta si se poncha, que siempre sea él quien maneje las carreteras, y si veo una araña en nuestro cuarto, espero que él sea quien la mate. Como Roxane Gay, tampoco quiero tener nada que ver con los “trabajos de hombres” como sacar la basura y cambiar focos. Me gustan las películas de amor donde el hombre guapo, carismático y exitoso salva a la dama en peligro. Me gusta usar tacones, vestidos, y maquillarme para eventos especiales. Me encanta leer los chismes de la monarquía, y seguir en la tele las bodas reales, porque soy una cursi de closet.
Hoy sé que eso no me hace menos feminista, menos fuerte, ni menos independiente. Me hace simplemente aceptarme, y ser quien yo quiero ser. Quizás no me he terminado de deconstruir, pero hoy abrazo mi propia versión de feminismo, tal y como la he venido descubriendo hasta hoy.
Soy consciente de que no soy la feminista ideal -también soy consciente de que quizás esa mujer no exista- pero lo que sí sé, es que gracias al feminismo, hoy soy más libre que lo que otras mujeres lograron ser. Por ello, y por tantas otras mujeres que a pesar de vivir en el mismo país y época que yo, no han corrido la misma suerte, es que seguiré marchando, exigiendo, y luchando por que el feminismo siga avanzando. Para que el feminismo sea la regla, y no la excepción. Para que todos y todas el día de mañana nos sintamos orgullosas de asumirnos como feministas.
Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión y muchas opciones más.