Cuando escribo en este espacio, normalmente busco compartir casos paradigmáticos; historias que nos muevan como sociedad, y que sean el reflejo de la crudeza y la violencia en nuestro país. El caso de Magdalena, no es una excepción de lo anterior. Algunos podrían considerar que no es la historia más extraordinaria ni la más impactante, pero decidí escribir sobre este caso en particular, porque tristemente representa una narrativa que escuchamos una y otra vez, quienes nos dedicamos a trabajar en las cárceles de este país.
La historia de Magdalena es un ejemplo de cómo en México, el estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, basta para terminar en prisión. Magdalena cumple una condena de 25 años y 6 meses en el penal de Chetumal, y ha vivido un proceso que, según sus propias palabras: “Es una porquería”. Todo empezó cuando ella y su pareja salían de una fiesta, era un viernes por la noche y decidieron salir a divertirse. Magdalena reía y bailaba feliz de la mano de su pareja, sin saber que hacía algunas horas se había cometido un homicidio a pocas calles de ahí: “Pienso que los policías estaban ya presionados por agarrar a alguien, y nos tocó a nosotros. Me imagino que andaban haciendo rondín por todas las calles cercanas, es por eso que nos detuvieron, porque si hubieran tenido algo concreto contra nosotros hubiéramos entrado directamente a la cárcel por homicidio, y, en cambio, nos detuvieron para una revisión de rutina, estaban buscando armas o droga, porque nos revisaron todo”.
A pesar de que los policías no encontraron nada, se llevaron detenidos a Magdalena y a su esposo por “ultrajes a la autoridad”, la fianza se fijó en 8 mil pesos. La mamá de Magdalena acudió al Ministerio Público dispuesta a pagar la fianza de su hija y su yerno, pero al llegar, la policía le dio una terrible noticia: “Señora, a su hija le acaban de dar una orden de detención por homicidio calificado”.
Todo había sido una trampa, los policías usaron de pretexto los “ultrajes a la autoridad” para detenerlos y girar una orden de aprehensión en su contra. Magdalena estaba desconsolada, los oficiales la amedrentaban y su madre le dio una dura sentencia: “No, yo no sé cómo le vas a hacer, pero yo no voy a ir a verte a la cárcel. Tú hoy para mí ya no existes. Te voy a ayudar hasta donde yo tenga que ayudarte y de ahí, no esperes que yo te vaya a visitar”.
Ingresaron a Magdalena al penal y a pesar de que no hay una sola prueba que acredite su participación en el homicidio, Magdalena fue sentenciada a 37 años de prisión.
Contrataron a un abogado que los ilusionó diciéndoles que iba a presentar un amparo para que siguieran su proceso afuera, pero nunca hizo nada y se desapareció con el dinero; después les asignaron un abogado de oficio, quien tampoco se interesó en hacer justicia: “Aquí las leyes no existen, los abogados nunca te prestan atención. Sé que es difícil, pero yo digo que si hubieran más abogados, o más gente que tuvieran la intención de ayudar a las personas que están privadas de la libertad, no estarían llenas las cárceles”.
En la apelación, Magdalena pudo comprobar que sufrió tortura por parte de un custodio y le redujeron la sentencia algunos años, ahora intenta promover un amparo para que le concedan la libertad, pero no es sencillo, nadie la ha asesorado de cómo hacerlo, hay mucha burocracia de por medio y mínimo interés por parte de las autoridades. Magdalena ha ido y venido con abogados de oficio que a veces se presentan a las audiencias, a veces no; ha luchado con secretarias para que le den su expediente y poder leerlo; incluso habló a Derechos Humanos para que le proporcionen ayuda, pero siempre es lo mismo: “Manda tu petición, cuando tengamos tiempo, la atendemos”.
Sin embargo, Magdalena no se rinde: “Mi ex pareja no ha hecho nada por su caso, él sigue con los 37 años. De los que entramos, yo soy la única que se ha movido y ha conseguido apelación, a mí sí me importa salir para ver a mis hijos, no sé a los demás”.
Nuestro sistema de justicia penal hoy tiene a cientos de personas como Magdalena tras las rejas. Personas que, sin deberla ni temerla, terminan en prisión por el simple hecho de estar en el lugar y momento equivocados. Personas que después son abandonadas por el sistema, que se convierten en simples números de expedientes y pasan décadas en prisión, olvidadas por la sociedad.
De nada sirve que tengamos las cárceles llenas de gente como Magdalena, si afuera seguimos viendo a delincuentes libres e impunes. Tenemos que escuchar las historias de quienes están en prisión, y reservar las cárceles para quienes realmente cometieron un delito y cuya privación de la libertad es necesaria. De lo contrario, seguiremos contando historias como la de Magdalena, personas atrapadas en un sistema de “justicia” que se preocupa más por castigar que por abordar eficazmente la delincuencia y sus causas.