En el año 2006 se llevaron a cabo las elecciones más cerradas en la historia de México. La diferencia que separó al ganador, Felipe Calderón, de Andrés Manuel López Obrador fue de solo 0.56 puntos porcentuales, es decir, solo 244,000 votos. Para dimensionar esta mínima diferencia, basta considerar que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), una de las aproximadamente 6,000 universidades en nuestro país, tiene una matrícula de 257,000 alumnos. Incluso hay colonias en México que cuentan con cerca de 100,000 habitantes.

Al darnos cuenta de que una universidad o un par de colonias pudieron haber inclinado la balanza en la elección de ese año, entendemos la complejidad de la situación y por qué polarizó tanto al país. Con justa razón se popularizó en ese momento el llamado a un recuento de votos, con el objetivo de dar certeza al proceso democrático y disipar cualquier duda sobre el resultado de las elecciones.

El recuento es un proceso muy común en grandes democracias, donde incluso en muchos países se realiza una segunda vuelta si no hay un margen considerable entre los dos principales candidatos. Sin embargo, en ese momento se rechazó la idea de un conteo exhaustivo de las urnas, a pesar de las pruebas contundentes de irregularidades en muchas de ellas. ¿Por qué el IFE decidió actuar así?

En principio, se argumentó que el alto costo de realizar un nuevo conteo era un factor decisivo. No obstante, este costo no se comparó ni remotamente con el precio que tuvimos que pagar al vivir con la incertidumbre sobre quién había ganado las elecciones. Basta ver cómo reaccionaron los mercados internacionales en ese momento para comprender lo costoso que fue para México no realizar un recuento de votos.

Otro argumento utilizado fue la falta de gobernabilidad que podría enfrentar el país si se alargaba la incertidumbre sobre el ganador. Sin embargo, este argumento no se comparó al costo de tener un presidente carente de legitimidad, quien fue abucheado durante su toma de protesta. El descrédito y la desconfianza que se provocó hacia las instituciones democráticas fue tal que el Instituto Federal Electoral tuvo que someterse a una reforma exhaustiva en años posteriores.

La clase política de aquella época prefirió pagar el precio de no realizar un conteo exhaustivo y vivir con la sombra del fraude, que persiste hasta nuestros días.

Esta misma sombra resurgió en las elecciones que tuvieron lugar la semana pasada. A pesar de que la candidata ganadora fue la más votada en la historia y el margen porcentual fue mayor a los 30 puntos, los mismos partidos que en su momento se opusieron a un recuento exhaustivo ahora exigen uno, argumentando irregularidades.

Es inverosímil la actitud de la oposición en nuestro país. En lugar de hacer un profundo ejercicio de autocrítica tienen el descaro de cuestionar a la institución que hace apenas unos meses decían defender con uñas y dientes. Tienen el descaro de criticar la voluntad del pueblo de México, a pesar de haber sido tan contundente. Pero sobre todo, tienen la hipocresía de exigir algo que en su momento negaron, aún cuando en ese entonces era necesario, un reconteo cuando la diferencia era mínima, no hoy cuando la diferencia es tan amplía.

Hay que saber perder, ahora si, por el bien de nuestro país.

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