Rodrigo A. Medellín

Los mares inspiran misterio, curiosidad… temor. Y con mucha razón, conocemos menos de los océanos que del espacio y tenemos mejores mapas e imágenes de la superficie de Marte que de nuestros fondos marinos. Este miedo a lo desconocido se extiende a un grupo de animales que genera interés y aprensión: Los tiburones.

Miente el bañista que afirma nunca haber pensado —mientras flota plácidamente en el mar— en la posibilidad de ser atacado por un tiburón. Nuestra imaginación ha sido perversamente alimentada por películas que presentan a los escualos como asesinos despiadados cuya función natural es atacar a indefensos seres humanos cuando vacacionan en las playas.

Sin embargo, la probabilidad de que esto pase no solo es infinitesimal sino que, además, forma parte de una realidad diametralmente opuesta. Somos nosotros, los humanos, quienes matamos a 100 millones de tiburones al año contra menos de seis muertes humanas provocadas por ataques de tiburón en el mismo lapso. No es nada justo, ¿verdad? ¿De dónde viene nuestra sed por aniquilar esta enorme cantidad de tiburones? ¿Qué efecto tiene esta desmedida matanza?

Los tiburones son fuente de muchos productos que los humanos consumimos por montones; sus enormes hígados están cargados de vitamina A; sus estructuras esqueléticas, conformadas de cartílago, ayudan a fortalecer nuestras articulaciones (¿cuántos de nosotros no consumimos sulfato de condroitina?); la carne del cazón (es decir, de tiburones pequeños) es muy apreciada en México y otros países; la sopa de aleta de tiburón, tan codiciada en algunas culturas orientales, demanda enormes cantidades de esas extremidades.

En resumen, millones de humanos consumimos lo que los tiburones tienen y los estamos orillando a la desaparición, pues según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturale za (UICN) 316 especies de tiburones, rayas y quimeras están en peligro de extinción. La razón de ello es la sobrepesca para satisfacer las demandas que acabo de mencionar.

Al mismo tiempo, hay que considerar que como los depredadores que son, los tiburones están en la cima de la cadena alimenticia y, por lo mismo, son reguladores de un sinfín de poblaciones que sin este control pueden convertirse en plaga y ello alteraría muchos ecosistemas marinos.

Por todo esto, es sumamente importante vigilar y conservar a estas especies. Hecho que recientemente sucedió en la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies de Flora y Fauna en Peligro de Extinción. La CITES es un acuerdo internacional firmado en 1973 que entró en vigor dos años después. Desde el comienzo, muchas especies fueron incluidas en alguno de los tres apéndices que establece la convención y que representan distintos grados de protección.

El Apéndice I incluye a aquellas especies que no pueden ser comercializadas, pues están al borde de la extinción; el Apéndice II enlista aquellas especies cuyo comercio internacional solamente es legal cuando con un permiso emitido por un país parte cuando un dictamen de extracción no perjudicial indica que esa exportación no pone en riesgo a la especie. Por último, el Apéndice III es una llamada de auxilio de algunos países que, casi de manera unilateral, solicitan el ayuda de la comunidad internacional para que no reciban cargamentos de tal o cual especie, pues el país de origen puede no tener las condiciones para regular y proteger a sus especies.

Las distintas especies entran a los apéndices a partir de una propuesta que uno o más países someten a la Conferencia de las Partes (COP), la máxima autoridad en la materia. Para que una especie sea incluida en un apéndice necesita como mínimo dos terceras partes de la votación.

En los últimos 20 años he tenido la fortuna y el honor de participar en siete COPs como miembro de la delegación mexicana con la encomienda de brindar asesorías y representar a nuestro país en distintas instancias. Los debates que suceden en la CITES solo pueden ser descritos como fascinantes. Los representantes de diversas naciones esgrimen todo tipo de argumentos —válidos o no— para promover sus posturas e intereses en el marco de todo un engranaje político, económico, científico y social.

De entre los debates más interesantes en los que me ha tocado participar debo mencionar los referentes a la inclusión de los tiburones en los apéndices (usualmente en el Apéndice II). En ellos, distintos países expresan su preocupación por la inclusión o la no inclusión de especies particulares de tiburones, blandiendo argumentos como la dramática reducción de las poblaciones de especies particulares; la supuesta existencia de prácticas sustentables de pesca de tiburones, los pretendidos riesgos de perder la seguridad alimentaria si se incluyen esas especies en los apéndices… Un debate sobre una sola propuesta acerca de tiburones puede llevarse más de un día de argumentaciones a favor y en contra.

La reciente COP 19 celebrada en Panamá trajo consigo esperanza y optimismo respecto a la conservación y uso sustentable de los tiburones, ya que más de 100 especies de tiburones y rayas fueron incluidas en el Apéndice II, incluyendo a todos los tiburones martillo, los tiburones réquiem (más de 50 especies que incluyen al tiburón toro, el tiburón azul y el tiburón sedoso, entre otros).

En las negociaciones se acordó demorar la entrada en vigor de este listado 12 meses —en lugar de los tres reglamentarios — para que los países se preparen para implementar las regulaciones necesarias e incrementar las posibilidades de que esos tiburones sean sujetos de un uso sustentable. Hay que aclarar que el ingreso de estas especies al Apéndice II no es de ninguna manera una prohibición para su explotación, sino una forma efectiva para crear mecanismos de vigilancia y regulación para que las especies enlistadas puedan recuperarse y entren en un ciclo de explotación sostenible, al tiempo que las naciones involucradas en su compra venta puedan actuar con certidumbre y rigor científico para proteger a las especies de tiburones cuyas poblaciones han disminuido.

A todos nos conviene que los tiburones existan más allá de nuestra atemorizada imaginación de bañistas. Solo así podremos continuar disfrutando de nuestro pan de cazón o aliviando los dolores de nuestras rodillas y, sobre todo, garantizando la salud de los ecosistemas marinos.

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Investigador del Instituto de Ecología de la UNAM y panelista del programa 1.5 grados para salvar al planeta. 


 

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