Por Karina López Ivich

El 97,5% del agua que existe en el planeta es salada y tan solo el 1% es apta para el consumo humano. De ahí que con más frecuencia y entusiasmo de lo que debería ser, se piense que la panacea ante la sobreexplotación de nuestras fuentes actuales y el uso ineficiente del agua es la desalinización, un proceso industrial que potabiliza los mares y lagos salados para el regadío y el abastecimiento. Pero la solución a algo tan complejo no puede ser tan fácil.

Lo anterior viene a cuento porque en las últimas semanas han aparecido una serie de notas en medios electrónicos de los Estados Unidos y México que hablan de un plan para construir una planta desalinizadora en el mar de Cortés que podría potabilizar unos 370 millones de metros cúbicos anuales para suministrar agua, claro, a Arizona. Pero eso sí, con una cuota de recuperación a Nogales y Hermosillo.

El proyecto considera una expansión para ofrecer una potabilización de 1,234 millones metros cúbicos al año que podría surtir hasta 3 millones de hogares en el estado sureño estadunidense. Solo como punto de comparación, Hermosillo, con cerca de un millón de habitantes, consumió en el 2022 aproximadamente 135 millones de metros cúbicos. Es decir, la planta que nos ocupa podría generar 9 veces el consumo de la capital de Sonora en el 2022.

Antes de ponerse a echar cohetes, conviene preguntarse sobre lo óptimo de esta iniciativa ya que hay serios problemas sociales y ambientales que le acompañan. El primero: cuando hablamos de desalinizar tenemos que considerar que el proceso produce una alta concentración de sales que al ser desechado en el ecosistema marino impacta negativamente en la flora y la fauna afectando el plancton, larvas y vida marina en general. Esto genera un efecto dominó ya que al golpear en los primeros eslabones de la cadena productiva marina se afecta algunas de las principales actividades de la región como la pesca y el turismo ecológico. Lo ambiental siempre impacta en lo social.

Lo segundo: la preocupación no es producto de la especulación. Hay un importante precedente. Durante 2022, la Comisión Costera de California (California Coastal Commission) rechazó la inversión de 1.4 billones de dólares en el proyecto de desalinización Poseidón (Poseidon Water) en Huntington Beach, Los Ángeles. Entre las razones principales para descartar la mega obra se determinó que el costo y el aumento en el precio del agua afectaría desproporcionalmente a millones de residentes de bajos ingresos y se calificó de inapropiada la intervención de una empresa extranjera que privatizaría la producción de agua.

Además, en lo ambiental, se determinó que el proyecto causaría un daño sustancial. La planta desalinizadora no solo absorbería agua de mar sino también hábitat, pues Poseidón usaría tuberías de entrada cubiertas por grandes pantallas que atrapan y matan organismos grandes como peces, mamíferos, pájaros e invertebrados, por un lado, y organismos más pequeños, como huevos de peces, plancton y larvas que pasan a través de las pantallas y mueren durante el proceso de enfriamiento, por el otro. La estimación del impacto a la biodiversidad es escalofriante: 51 mil peces y entre 104 millones y 345 millones de larvas de peces morirían por año.

Otra razón fue la ya mencionada descarga de salmuera como subproducto de la sal concentrada y los químicos dañinos que Poseidón liberaría junto con la contaminación por corrosión de la planta que produce un lixiviado de metales pesados como cobre, plomo y hierro.

Pero quizá lo más relevante de la evaluación fue que las conclusiones señalaron opciones más viables con una mejor relación costo-eficiencia para atender la demanda de agua proyectada para las siguientes décadas. Entre ellas, la reutilización de agua tratada y la rehabilitación de acuíferos. Por todo lo anterior, Poseidón se exhibió como una solución no necesaria e insostenible.

El precedente debe orillarnos a evaluar profundamente el Plan Arizona. Un trabajo que debemos realizar profesionistas y académicos de ambos lados de la frontera para conocer su viabilidad y al mismo tiempo discutir una reglamentación para normar la potencial desalinización en el Mar de Cortés. Porque, adicional al plan Arizona, y ante esta visión sesgada y carente de validación, otros proyectos de desalinización empiezan a perfilarse a lo largo del Golfo de California con el consecuente impacto en la vida que habita en nuestro océano… la misma agua en la que nos encanta nadar, surfear y bucear y de la que vive la industria pesquera y turística.

Antes de voltear a ver la desalinización en Sonora como una respuesta mágica a la sobrexplotación de otras fuentes, nos conviene revisar la ineficiencia del uso de agua en el sector agrícola y las pérdidas de un litro por cada dos que se suministran en el sector urbano.

Instalar una planta desalinizadora inhibe la oportunidad que tenemos los sonorenses de mejorar la gestión del agua en la cuenca y en la ciudad como son la rehabilitación de cuencas para fortalecer recarga de acuíferos, mejorar la captación, eficiencia en el uso agrícola, agricultura regenerativa, mejorar la eficiencia urbana a través del control y pago, utilización de agua de lluvia, tratamiento de aguas negras para uso industrial y agrícola, entre otras. Medidas todas ellas que, además de ahorrar o aportar agua, ofrecen beneficios sociales y ambientales.

Las autoridades deben saber que hoy más que nunca hay soluciones viables, económicamente factibles y ambiental y socialmente benéficas que se pueden evaluar e implementar antes de drenar los hábitats marinos y aumentar las tarifas del agua. Y en el caso de Arizona en particular, les toca a los estadunidenses revisar sus opciones para atender la situación del agua. Para la idea de desalinizar el mar de Cortés debe hacerse válida la expresión: “Not In My Backyard”.

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Karina López Ivich actualmente cursa su doctorado en Sustentabilidad Ambiental en la Universidad de Ottawa y es miembro de la Comunidad 1.5
 

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