Por Tania Miranda
En el mundo empresarial, hay un acrónimo en inglés que está de moda: ESG (Environmental, Social, Governance). Se refiere a los factores ambientales, sociales y de gobernanza que, a su vez, conectan directamente con un estudio comisionado por la ONU en 2004. Este estudio enfatizó que las decisiones de inversión deberían considerar asuntos más allá de lo estrictamente comercial, es decir, mucho más allá de los objetivos que hasta la fecha han regido a las empresas públicas —aquellas que cotizan en la bolsa—, que podemos resumir como “maximizar el valor para sus accionistas”.
El citado acrónimo ha sido utilizado tanto para bien como para mal. A partir del Acuerdo de París de 2015, su uso se catapultó de forma exponencial cuando gobiernos, inversionistas y empresas comenzaron a movilizarse con el ímpetu de detener el cambio climático. Esto trajo consigo un redireccionamiento de recursos hacia proyectos, tecnologías y formas de producción que fueran bajas en carbono o redujeran las emisiones derivadas del "business as usual".
Así, cuando una entidad invierte en un proyecto que produce energía renovable o de agricultura regenerativa, por poner solo un ejemplo, puede ponerse una “palomita” en la E del ESG y llamarse sustentable. Al inicio de esta transición, los recursos fluían de manera voluntaria por metas autoimpuestas y, más recientemente, para cumplir con regulaciones o estándares. Ahora, el flujo sucede porque la descarbonización, con todo lo que implica, trae consigo en muchas ocasiones una reducción de costos. Además, el precio de las tecnologías que acompañan la transición ha bajado drásticamente.
De esta manera, cada vez más recursos se destinan a proyectos y actividades que caen en la "cubeta" del ESG. Si bien este acrónimo puede llevar a engaños y malas prácticas, como el greenwashing, en general, es una señal positiva. Hoy, necesitamos que empresas y gobiernos inviertan hasta seis veces más de los actuales 600 mil millones de dólares anuales invertidos en energías limpias. Además, se requieren miles de millones más para incrementar la resiliencia de las comunidades y ciudades ante los inevitables riesgos climáticos.
Los gobiernos y las comunidades no tienen disponible esa cantidad de recursos, por lo que la participación de la iniciativa privada (IP) es urgente y necesaria. La lucha contra el cambio climático requiere de más y mejores tecnologías, muchas de las cuales ya existen y otras que están en desarrollo. Gran parte del papel de la IP será invertir fuertemente en investigación y desarrollo para crear y escalar tecnologías, combustibles limpios y materiales "verdes" necesarios para detener el incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero (y, con ello, el aumento de la temperatura promedio de la Tierra).
Además, es crucial que las empresas transiten hacia modelos de producción circulares en lugar de lineales. Es decir, en lugar de extraer materias primas para fabricar productos de un solo uso, se debe fomentar un modelo circular que reduzca los insumos utilizados desde un inicio, que emplee materiales sustentables y promueva el reciclaje en su máximo valor, minimizando así el desperdicio.
Este cambio de modelo no es posible sin la participación del sector privado, sin una gran inversión en proyectos de riesgo e impacto y un cambio en el modus operandi donde las empresas buscan siempre vender más. Cabe destacar que esto no implica que las empresas dejen de obtener utilidades. De hecho, la transición hacia un modelo más sostenible representa numerosas oportunidades de negocio, como la producción y venta de tecnologías y productos que necesitamos para hacer nuestras vidas más sustentables. La innovación en tecnología climática, o "climate tech", atrajo hasta 40 mil millones de dólares en 2022, un incremento del 40% en comparación con la inversión de 2021.
El sector financiero también desempeña un papel crucial en este rompecabezas: los bancos, fondos de inversión, fondos de pensiones, mercados financieros y bolsas de valores. Se necesitan miles de millones de dólares al año para lograr cero emisiones netas, por lo que se requiere de la maquinaria completa del capitalismo para movilizar estos recursos. Esto implica el desarrollo de modelos financieros y de deuda innovadores para financiar proyectos de conservación y restauración de ecosistemas enteros, infraestructuras que fomenten la adaptación a los cambios climáticos en las ciudades y el apoyo a los gobiernos para financiar sus compromisos climáticos.
Finalmente, para que todos estos esfuerzos confluyan en un mundo sustentable, se requiere una actuación decidida por parte de los gobiernos. En cierta medida, es necesario un modelo más cercano a la ideología de John Maynard Keynes que a la de Adam Smith, es decir, un sistema en el que los gobiernos regulen, supervisen e incentiven la actividad económica para alcanzar el objetivo de emisiones netas cero, estableciendo al mismo tiempo reglas claras y transparentes, para evitar abusos a comunidades vulnerables y con menos acceso a información.
Tania Miranda es directora del programa de medio ambiente y cambio climático del Instituto de las Américas y forma parte de la Comunidad 1.5