Por: Mariana Pelayo
A Lucca
que sepa que su mamá intentó hacer de este planeta un mejor lugar para él
Viví mi infancia disfrutando de estaciones del año precisas, árboles majestuosos, agua en abundancia y una dieta de alimentos nutritivos y equilibrados; ahora, desde mi posición de madre, el discurso sobre las oportunidades de existencia y la riqueza natural que gocé en comparación con lo que mi hijo enfrentará se vuelve cada vez más distante y desolador.
La niñez se encuentra cada vez más en un planeta severamente dañado. Los niños son los más vulnerables a los efectos del cambio climático: un 45% vive expuesto a perturbaciones socioambientales (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia-UNICEF, 2021) y son los herederos de un cambio climático donde el sol quema la piel, la crisis del agua pende sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles, la extinción de especies despierta un dolor profundo y se manifiestan enfermedades cada vez más agresivas y mortíferas, sin mencionar el éxodo de millones de personas convertidas en refugiados climáticos.
Como adultos, discutimos la crisis ambiental y el cambio climático desde los impactos. Nuestra preocupación se cimenta en los indicadores y en el análisis del contexto actual, pero raramente nos detenemos a cuestionar cómo nuestros niños y niñas experimentarán esta realidad. ¿Qué calidad de aire respirarán? ¿Qué comerán? ¿Dónde vivirán? ¿Podrán adaptarse a las crecientes temperaturas y a los fenómenos naturales cada vez más extremos?
¿Quién nos otorgó el derecho de dejarles un planeta desgastado, enfermo, cada vez más inhóspito? ¿Cómo lograr una justicia intergeneracional y climática? En otras palabras, cómo garantizar que tengan un ambiente vivible, saludable, que provea los recursos necesarios para la vida, lo más cercano posible a lo que nosotros disfrutamos cuando teníamos su edad.
Es urgente la integración del cambio climático a la concepción de los derechos humanos. Esto implica adaptar nuestros derechos económicos y sociales ante la emergencia climática y actualizar los derechos humanos frente a las nuevas realidades.
Es curioso cómo el concepto de sostenibilidad se fundamenta en la garantía de proporcionar oportunidades de acceso a los recursos naturales y ambientales a las futuras generaciones. Sin embargo, parece que no hemos notado que el futuro ya nos ha alcanzado. Actualmente, el cambio climático posee una memoria colectiva social y ambiental que nos recuerda cada año la necesidad de emprender caminos de actividades productivas, sí, pero también regenerativas y respetuosas con las generaciones futuras y el planeta.
Esto implica que el desafío ambiental también es un desafío cultural: la práctica ambiental es inútil sin un cambio cognitivo y cultural.
Tenemos la responsabilidad y el compromiso intergeneracional con nuestros niños y niñas, y, sobre todo, con la acción de incluirlos y escucharlos para tomar decisiones y proponer soluciones, puesto que serán ellos los principales habitantes de un planeta más caliente y contaminado. Ahora la lucha es por el futuro, debemos emprender nuevas rutas de supervivencia y desplegar una afectividad ambiental donde prevalezcan la empatía, el cuidado, la solidaridad y la lealtad hacia las infancias de hoy.
El planeta es un sistema vivo y debemos poner los cuidados y los afectos en el centro para garantizar la sostenibilidad de la vida, para que nuestras infancias tengan un lugar donde jugar y habitar.
Docente e Investigadora de la Universidad Autónoma de Nayarit y Panelista de 1.5 grados para salvar al plante.